resentada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y por el gobierno de San Luis Potosí a través del Instituto Potosino de Cultura, instancia en la que el director es titular de la Compañía de Teatro, llega a la ciudad de México, tras su estreno en la capital potosina, la más reciente obra de Édgar Chías. Como es bien sabido, el autor es un referente de su generación al tocar los temas más disímbolos y en Oscuro llega a límites que pocas veces la dramaturgia no aristotélica ofrece en nuestro país. Planteado el texto como una intervención libre sobre Otelo de William Shakespeare, se podría decir que esa intervención pasa rozando apenas un costado de la obra clásica a no ser por cierta similitud en los nombres de los protagonistas, por la queja que el negro Otter hace de la cosificación de los hombres dentro de la negritud y por pálidos referentes a los celos con que se identifica al moro de Venecia. La publicidad, engañosa como casi todas las publicidades, habla de dos hombres y una mujer que, en medio del desierto, discuten acerca de los límites del amor, el sexo, la vida de pareja, las opciones sexuales, la delincuencia y la moral. Lo que oímos y vemos en escena es eso, pero además otra cosa.
Des –Desdémona– lleva la voz cantante no sólo acerca de la violencia de género, representada por los platos rojos que estrella contra sus compañeros, sino de la actividad delincuencial (Me gustas, pero me gusta más mi negocio
se dice en algún parlamento) y las posibles soluciones ante lo inesperado, que lo mismo puede ser el esqueleto de un elefante escapado de un circo, que un gran hoyo repleto de cadáveres. Los dos hombres la siguen en todo y disputan por su amor, aunque ella siempre habla de jugar o quedar fuera del juego y los intentos de dar con alguna solución, como el que hace Jako en su graciosa escena de achacar al elefante la mortandad descubierta, pronto son desechados por quien es la jefa nata. Traiciones y desencuentros muestran el lado oscuro de los personajes, la sinrazón de todo cada vez se va acrecentando, y se acentúa por el montaje del director Marco Vieyra que elige usar diversos elementos para lograr el caos escénico correspondiente al caos del texto.
Philippe Amand diseñó una escenografía que poco tiene que ver con el desierto. Un amplio muro metálico inclinado hacia atrás con ventanas rectangulares que al abrirse para adelante brindan plataformas en las que se encaraman la actriz y los actores: de hecho, inician sus participaciones con monólogos en las diferentes ventanas. Entre el muro y los espectadores, una amplia franja de arena entreverada de verde es el escenario por el que discurren los personajes y el bello caballo blanco, manejado por Claudia Florescano, que representa posiblemente la parte noble y libre de cada uno, pero cuyas apariciones son gratuitas, y así de gratuitas son otras escenas como el rejoneador (Enrique Fraga) en la muerte de Otter o la multitud de pelotas de golf caídas del telar, con las que juegan Jako y Otter. Las pelotas, como otros objetos de diferentes escenas son recogidos o, en su caso, colocados por el Hombre, sustituto de las llamadas sombras
del teatro oriental que cumplen con esos menesteres. Es fácil no tener que justificar ningún elemento escénico, pero es un camino peligroso que no le deseo al talentoso Vieyra porque lo gratuito y el porque sí
escénicos ya no tienen caso tras su florecimiento en la década de los 80 del siglo pasado.
Resulta notable el entrenamiento físico –dado por Jaciel Neri– de la actriz pero sobre todo por los actores, que les permite subir y bajar del muro inclinado con facilidad de atletas. El director cuenta con un buen elenco ya probado en otras lides. El retorno de Plutarco Haza al teatro no comercial es muy bienvenido porque su Jako no puede ser más convincente y atractivo, con alternancias de seriedad y de picardía. El Otter de Ricardo Esquerra lo muestra como el actor maduro que ya es en plenitud de sus capacidades y la Des de Luciana Silveyra (alterna con Paola Arrioja) es fuerte y dura, tal como pide su personaje mientras que El Hombre incorporado por Víctor Ortiz, sin mayor oportunidad de lucimiento, también muestra su excelente condición física. El diseño sonoro es de Juan Pablo Villa y el vestuario, también un tanto insólito, corresponde a Adriana Olivera y Débora Rambal.