e acuerdo con un informe de la oficina de las Naciones Unidas contra el narcotráfico y la delincuencia (UNOCD, por sus siglas en inglés), la criminalidad organizada mueve unos 870 mil millones de dólares al año en el mundo. Para poner en perspectiva esta suma, baste señalar que el presupuesto federal de egresos aprobado en México el año pasado ascendió a cerca de 260 mil millones de dólares, que el producto interno bruto de Argentina en 2011 fue de menos de 600 mil millones y que el presupuesto de defensa de Estados Unidos ascendió, en ese mismo periodo, a unos 739 mil millones. Aun así, la cifra de la UNOCD parece modesta si se considera que, según un boletín de 2001 de la FBI, el lavado de dinero realizado anualmente en el mundo por el narcotráfico –es decir, por uno solo de los rubros de la delincuencia organizada– ascendería a entre 500 mil millones y un billón de dólares, y que la mitad de ese dinero era blanqueada en bancos estadunidenses.
Como botones de muestra, de acuerdo con un reciente reporte del Senado del país vecino, entre 2007 y 2008 la filial mexicana de HSBC envió a oficinas de esa transnacional financiera en Estados Unidos unos siete mil millones de dólares, magnitud que sólo podría explicarse con la inclusión de ganancias del narcotráfico
. Señalamientos similares han debido enfrentar, en el pasado reciente, Wells Fargo, The Bank of America, Citigroup, Western Union y American Express. De especial relevancia es el caso del Banco Wachovia, el cual realizó entre 2004 y 2007, en conexión con casas de cambio situadas al sur del río Bravo, operaciones con fondos ilícitos por más de 378 mil millones de dólares.
La magnitud de las operaciones financieras globales de la delincuencia organizada en general, y del narcotráfico en particular, es indicativa, en primer término, del poderío que han alcanzado los grupos criminales en el mundo regido por el neoliberalismo y sus imperativos: la apertura de mercados bajo la bandera del libre comercio
, la desregulación generalizada y la obtención de tasas máximas de rentabilidad en plazos cada vez más cortos de recuperación de la inversión. En el caso del narcotráfico es claro que, con esas sumas de dinero en manos de los criminales, los gobiernos nacionales están condenados a perder las cruzadas que emprenden contra esa modalidad de la delincuencia y que es impostergable concebir, formular y aplicar estrategias distintas a las que Washington sigue imponiendo fuera de sus fronteras. El caso de nuestro país, con sus decenas de miles de muertos, la descomposición institucional y el poder incrementado de los cárteles, es tristemente ejemplar al respecto.
Desde otro punto de vista, la criminalidad organizada ha generado en las economías una distorsión global innegable: con esos volúmenes de ventas, márgenes de utilidad y recursos que pasan por el lavado, las grandes y respetables instituciones financieras, bursátiles y cambiarias simplemente no pueden impedir verse contaminadas por el dinero procedente de actividades delictivas. Más grave aún: resulta inevitable, en la lógica económica vigente, que esas entidades terminen compitiendo por la captación de filones de ese dinero manchado de sangre, destrucción y sufrimiento. A la postre, las economías en su conjunto terminan por generar una dependencia hacia tales recursos, porque su desaparición súbita de los circuitos financieros provocaría en forma inmediata una crisis mundial sin precedente.
El lamentable corolario de estas reflexiones es que las estrategias oficiales contra el trasiego de drogas ilegales constituyen, en última instancia, actos de simulación, pues si se plantearan seria y sinceramente la erradicación del narcotráfico y lograran tal objetivo, se provocaría un desajuste financiero global de tintes catastróficos.
Ante la evidencia de una economía mundial narcotizada y de un ejercicio judicial, policial y militar inevitablemente hipócrita, es necesario cambiar de estrategia. Pero resulta también procedente superar de una vez por todas los dogmas neoliberales del Consenso de Washington, cuya aplicación a rajatabla ha creado el caldo de cultivo para el auge delictivo como fenómeno global.