l asesinato masivo ocurrido en los primeros minutos de ayer en un cine de Colorado –donde un sujeto armado mató al menos a 12 personas e hirió a más de 50–, provocó voces de repudio y solidaridad en la sociedad y la clase política de Estados Unidos, desde el presidente de ese país, Barack Obama –quien declaró cinco días de luto nacional como símbolo de respeto por las víctimas de este acto de violencia sin sentido
–, hasta su rival republicano, Mitt Romney, y reavivó el sempiterno debate sobre la necesidad de regular el comercio de armas en aquel país.
Esta masacre es el evento más sangriento desde los hechos de abril de 2007 en el Tecnológico de Virginia, donde 33 personas murieron como consecuencia de dos ataques con arma de fuego por parte de un estudiante. Por desgracia, actos como el del campus universitario y el de la sala de cine no son aislados: a 13 años de ocurrida, sigue fresca en la memoria la tristemente célebre matanza del Instituto Columbine, también en Colorado, en abril de 1999, con saldo de 15 alumnos muertos.
Deben añadirse los sucesos violentos de finales de 2007, cuando un joven de 19 años, armado con un fusil de asalto, mató a ocho personas en un centro comercial en Nebraska, así como la cadena de hechos sangrientos registrados en 2009: el asesinato de 11 individuos en una serie de tiroteos en Alabama, en marzo; la toma de rehenes en un centro de inmigrantes de la localidad de Binghampton, Nueva York, que culminó con el homicidio de 14 personas, en abril, y el asesinato masivo perpetrado por el sicólogo de origen paquistaní Nidal Malik Hasan en la base militar de Fort Hood, Texas, con saldo de 13 fallecidos –12 soldados y un policía– y 31 heridos de gravedad. En enero del año pasado, un tiroteo en Tucson, Arizona, dejó seis personas muertas y 13 lesionadas, entre ellas la congresista demócrata Gabrielle Giffords, y la lista se complementa con una serie de balaceras menores en diversas ciudades del vecino país, que por lo general arrojan muertos o heridos.
Estos estremecedores episodios tienen como componente indiscutible –además de los transtornos mentales individuales de quienes los llevan a cabo– la desmesurada proliferación de armas de fuego entre la población del vecino país, amparada en la Segunda Enmienda de la Constitución, que otorga a todos los ciudadanos el derecho irrestricto a pertrecharse: se estima que en Estados Unidos existen casi 300 millones de armas de fuego en posesión de particulares –es decir, casi una por habitante– y que más de 80 personas en promedio mueren diariamente por agresiones cometidas con ese tipo de armamento. La posesión –legal o no– de armas de fuego por parte los habitantes de aquella nación se ve alimentada por el decidido respaldo de sectores reaccionarios y chovinistas de esa sociedad, como la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), organización ultraconservadora estrechamente vinculada al Partido Republicano, que se ha dedicado a bloquear todo intento gubernamental de regular el mercado de armas. Lo que ocurrió en el cine de Colorado coincide con la discusión, en Estados Unidos, sobre la aprobación de un tratado entre los países miembros de la ONU para mejorar la regulación del trasiego internacional de armamento convencional y que ha sido señalado por la NRA como un intento de Obama por limitar el referido precepto constitucional.
Eventos como el de ayer exhiben, en suma, los efectos desoladores de la regulación armamentista anacrónica y mortífera que prevalece en Estados Unidos y que equivale a una reproducción a escala nacional de la ley de la selva que los gobiernos de Washington han buscado imponer en el mundo. La falta de capacidad o de voluntad de la administración Obama para regular y contener una venta de armamento que no sólo enluta periódicamente a la sociedad de ese país, sino que afecta a otras naciones como la nuestra –recuérdese el contrabando masivo de armas desde Estados Unidos a México mediante el operativo Rápido y Furioso–, es una evidencia más de que el actual gobierno estadunidense ha sido derrotado por muchas de las inercias nefastas que prevalecen en la política, la economía y la cultura de ese país que se reclama como paladín de civilidad ante el resto del mundo, y que se halla detenido, en cambio, en una circunstancia de atraso y en la propensión sistemática a la violencia y la barbarie.