l sábado pasado en la madrugada, en Huehuetoca, estado de México, fue agredido a tiros el comedor Hermano del Migrante –que atiende de 50 a 200 indocumentados por día en su tránsito rumbo a Estados Unidos–, lo que causó que los arrendadores reclamaran la devolución del inmueble, por temor a nuevos ataques. Un mes antes, en el municipio vecino de Tultitlán, el albergue Casa del Migrante –que durante tres años recibió a ciudadanos centro y sudamericanos indocumentados– fue clausurado por razones de seguridad
, lo cual dio pie a que en la estación de tren de Lechería se improvisara una carpa en calidad de refugio provisional
, que deja a los viajeros en estado vulnerable ante posibles atracos, extorsiones o secuestros. Los cierres de estos albergues, sumados a la difícil situación que enfrentan otros centros similares, coinciden con el regreso al país del sacerdote Alejandro Solalinde, quien permaneció más de un mes en el extranjero, tras amenazas de muerte en su contra y cuyo albergue, Hermanos en el Camino, en Oaxaca, se halla bajo asedio constante de bandas del crimen organizado.
Los elementos referidos son botones de muestra de la indefensión en que se encuentran los ciudadanos extranjeros que transitan por territorio nacional sin contar con los documentos migratorios correspondientes, cuyos derechos humanos se ven sistemáticamente violentados por acciones u omisiones de las propias autoridades, por agresiones criminales perpetradas por grupos delictivos y por las relaciones de complicidad que se han establecido entre unas y otros.
La catastrófica situación que enfrentan los indocumentados en México no sólo resta autoridad moral a los reclamos gubernamentales por la circunstancia análoga que viven miles de connacionales en el país vecino del norte, sino que constituye un indicador contundente del descontrol en nuestro país. A fin de cuentas, el apego de un Estado a las leyes y a las consideraciones humanitarias más elementales no se refleja tanto en el trato que se da a los ciudadanos comunes, sino, principalmente, en el que se dispensa a los eslabones más indefensos del conglomerado humano que reside en su territorio o que transita por él, entre los que se encuentran los indígenas, los migrantes indocumentados, las mujeres, los menores, las minorías religiosas y sexuales, los discapacitados, los adultos mayores y los presos.
Por añadidura, si el encarnizamiento social y gubernamental contra cualquiera de esos grupos sería injustificable, en el caso de los migrantes es indignante por partida doble, pues se les criminaliza por la carencia de documentos migratorios, que no constituye un delito grave –es apenas una falta administrativa, según las normas vigentes–, y porque ante una realidad global contemporánea que se caracteriza por la devastación económica y la destrucción de tejidos sociales en países pobres, como el nuestro, resulta particularmente cruel la pretensión de impedir la movilidad de quienes persiguen fuentes de trabajo y perspectivas de vida que no pueden obtener en sus entornos de origen.
Ahora, para colmo, el atropello sistemático y el trato degradante contra migrantes por parte de quienes supuestamente debieran salvaguardar los derechos de ese sector han configurado un contexto en que las agresiones y la hostilidad se vuelcan también hacia aquellos particulares y organizaciones que intentan hacer menos dura su estadía en el país. Tal circunstancia, en suma, coloca a ese grupo poblacional en una desprotección casi total, y al gobierno mexicano, en una posición de descrédito y vergüenza frente al mundo.