n especial en las últimas dos semanas, no ha dejado de crecer la acumulación de indicios y evidencias acerca de la naturaleza, extensión y alcance de las irregularidades que viciaron, años antes de su inicio formal, el proceso político-electoral que condujo a la elección presidencial del primero de julio. Día a día aparecen nuevas informaciones de ilícitos electorales y de las cada vez más extendidas y preocupantes ramificaciones que los envuelven, las que apuntan de manera abrumadora hacia un proceso regido y controlado por montos ingentes de recursos financieros, más allá y por encima de los originados en el financiamiento público de partidos y campañas, cuyo origen y destino –turbios ambos, por decir lo menos– es preciso aclarar con suficiencia y oportunidad, es decir, antes de la calificación de los comicios. En estas condiciones, gana ponderación y sustancia la hipótesis de que se ha tornado imperiosa la declaratoria de invalidez de esa elección por parte del tribunal competente. Es obvio que la primera secuela inevitable de la actualización de dicha hipótesis sería la necesidad de que el Congreso de la Unión designase, en su momento, un presidente interino, cuyo mandato central sería reponer la elección invalidada. Tratándose del corolario inescapable de un acontecimiento hipotético, resulta difícil entender el revuelo causado por la declaración de Andrés Manuel López Obrador del 26 de julio, que se limitó a explicitar esta consecuencia específica, con el acertado propósito de disminuir la carga de dramatismo y negatividad con la que, de manera interesada, ha venido presentándosele. Dedico el tercero de mis comentarios poselectorales en La Jornada, tras examinar el 5 de julio las razones para impugnar y el 19 las que existen para invalidar, a discutir algunas de las secuelas de la calificación de invalidez. Se concretan a mostrar que no llovería fuego y azufre sobre la nación, como algunos se han aproximado a sugerir, y que, aunque no exentas de costos, dichas consecuencias serían del todo preferibles a revestir de legalidad a un Ejecutivo federal surgido, una vez más, de una elección tan claramente viciada.
Reponer una elección presidencial en un país de las dimensiones y con las características de México no es, desde luego, tarea sencilla. Podría considerarse uno de esos grandes remedios
que la sabiduría popular aconseja sólo para enfrentar grandes males
. No se trata, desde luego, de repetir en su integridad el proceso electoral, como si el invalidado no hubiera ocurrido. Se trata, una vez designado el presidente interino, de convocar a una nueva jornada electoral, a una elección extraordinaria, blindándola –dirían nuestros politólogos– frente a los vicios que provocaron la invalidez de la ordinaria. No se trata de escenificar una nueva campaña político-electoral en toda su extensión, y menos aún con sus desmanes propagandísticos; ni de realizar y publicitar una vez más cientos o miles de encuestas de preferencias electorales. Una elección presidencial extraordinaria, para reponer la declarada inválida, sería similar, mutatis mutandis, a una segunda vuelta electoral, como las que se realizan en numerosos países cuando la primera no arroja la mayoría requerida. Éstas, por cierto, suelen ocurrir con unas cuantas semanas de espacio entre ellas. No se requiere más tiempo para organizarla y realizarla.
Es por ello desconcertante que la legislación vigente especifique un plazo mínimo tan prolongado entre la convocatoria –que debe expedirse después de la declaración de invalidez por el tribunal y del nombramiento del presidente interino por el Congreso– para la realización de la elección extraordinaria. Se trata de un lapso superior a un año, de por lo menos 14 meses, equivalente a casi la quinta parte del periodo presidencial. Es claro que ese término mínimo, pensado para suplir la falta absoluta de un presidente en el primer tercio de su mandato, actúa como fuerte desincentivante para determinar la necesidad de reponer una elección, pues magnifica algunos de sus riesgos inherentes. Aplicado el procedimiento al caso de sustituir a un presidente cuyo mandato concluye sin que se haya declarado válida la elección para sucederlo, puede parecer más sencilla y aceptable casi cualquier otra solución
, incluso la de legalizar a un Ejecutivo ilegítimo, antes que recurrir al recurso legal de la elección extraordinaria.
En diversos comentarios se ha destacado que, de declararse inválida la elección, nombrarse a un presidente interino y convocarse a una elección extraordinaria, se trastocarían sin remedio los tiempos políticos, se podría caer en una situación en que se perdiese la simultaneidad de algunos procesos electorales federales, como el de renovación del Legislativo y elección del Ejecutivo, y se correrían diversos otros riesgos. Han llegado a expresarse dudas sobre el periodo al que se referiría la elección extraordinaria: “tendría que definirse –afirmó un destacado analista– si en 2018 cuando nuevamente se vote por senadores y diputados federales también se votaría nuevamente por presidente o si el electo en [la extraordinaria de] 2014 cumpliría el periodo de seis años hasta 2020”. Por encima de este tipo de consideraciones, parece claro que, en la mejor de las hipótesis, la elección extraordinaria no podría realizarse antes de noviembre de 2013, transcurridos 14 meses desde el próximo septiembre, cuando presumiblemente podría convocarse, y que se requeriría un lapso de alrededor de 60 días para calificarla. El presidente surgido de la elección extraordinaria, que sólo puede concluir el periodo respectivo
(artículo 84 constitucional), tendría un mandato de algo menos de cinco años. ¿Sería éste un precio demasiado alto para reparar un proceso viciado y contar con un presidente cuya legitimidad no esté cuestionada?
En conclusión, de las tres características que por definición constitucional deben reunir las elecciones, sólo se vería alterada la de periodicidad, quizá la única que se ha satisfecho de manera invariable por cerca de un siglo. Sin embargo, la alteración de la periodicidad no sería recurrente –sobre todo si se aprende la lección–, y quedaría reparada al término del mismo periodo constitucional para el cual se habría declarado inválida la elección. En cambio, se habrían defendido y hecho valer los principios de autenticidad y libertad, que claramente revisten al menos igual significado y trascendencia.