on las resoluciones del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) que certifican la validez de los comicios del pasado primero de julio y que declaran presidente electo a Enrique Peña Nieto, culmina formalmente el proceso electoral. Tal desenlace, sin embargo, no resuelve la disputa por el proyecto de país que viene dirimiéndose desde hace más de dos décadas y ni siquiera es seguro que logre mantenerla dentro de las vías institucionales, habida cuenta que, para un importante sector de la sociedad el triunfo del priísta fue consecuencia de graves irregularidades.
Los mecanismos de la democracia representativa y las instituciones encargadas de ponerlos en práctica tienen como propósito superar las diferencias entre sectores políticos y generar acuerdos sociales a partir de la conformación de una mayoría –simple o absoluta– de electores en torno a una candidatura que, sobre esa base, ejercerá un mandato por un tiempo determinado. Para ello se requiere no sólo del consenso sobre las reglas del juego, sino también de condiciones de legalidad, transparencia y plena libertad que susciten confianza en los organismos electorales y certidumbre en los resultados.
No fue eso, por desgracia, lo que ocurrió en los pasados comicios, cuando se puso en juego, una vez más, la permanencia o el cambio del modelo político-económico impuesto en el país desde el sexenio de Miguel de la Madrid, ahondado durante el de Carlos Salinas de Gortari y continuado por las siguientes tres administraciones. De entrada, la credibilidad de organismos y procesos electorales se encontraba minada de antemano por las graves irregularidades ocurridas en 2006, cuando el gobierno federal, los medios electrónicos privados, las cúpulas empresariales y el propio Instituto Federal Electoral (IFE) operaron en favor de Felipe Calderón, a contrapelo de las leyes y las normas vigentes. Por añadidura, en esta ocasión la candidatura presidencial priísta venía lastrada por señalamientos sobre el favoritismo del duopolio televisivo y por los problemas de imagen del tricolor. A mediados de mayo esos negativos se convirtieron en muestras masivas de rechazo social en contra del político mexiquense.
En tales circunstancias, la única forma en que el PRI pudiera hacerse con la Presidencia sin generar impugnaciones ni ahondar la fractura social habría sido mediante un escrupuloso respeto a la normativa electoral, el deslinde respecto de su pasado autoritario y la distancia de sus elementos más identificados con la corrupción y el abuso. Por el contrario, la campaña priísta fue un constante refrendo de los aspectos más irritantes del otrora partido único. Para colmo, desde días antes de la elección fue ostensible el recurso de prácticas indebidas, empezando por la coacción del sufragio, la cual fue realizada a la vista de la sociedad. En semanas siguientes, la coalición Movimiento Progresista acumuló miles de pruebas sobre esa práctica y, más grave aun, sobre los manejos oscuros de grandes sumas de dinero y sobre triangulaciones monetarias realizadas por operadores de la campaña del tricolor.
El hecho de que el TEPJF haya declarado, sin más trámite, la inexistencia jurídica de tales irregularidades, no basta para desvanecer la convicción de cuando menos un tercio del electorado ni para disipar su renovada irritación ante lo que es visto ahora como una nueva imposición. Así pues, el manejo del proceso electoral de este año, lejos de superar la fractura generada por el de 2006, la ha profundizado y ha colocado al país ante un nuevo divorcio entre la formalidad de las representaciones políticas y sectores sociales que no están dispuestos a reconocer a las autoridades emanadas de los comicios.
De esta forma, el fallo inapelable del TEPJF alimenta la irritación política y el agravio en amplios sectores, al tiempo que ahonda la fractura social ya existente, la cual, a su vez, se suma a los de por sí severos y crecientes factores de inestabilidad, ingobernabilidad y violencia presentes en el panorama nacional: la pobreza y el desempleo, las carencias de salud, la descomposición institucional, la corrupción multiplicada y el desastre que deja la actual administración en materia de inseguridad y descontrol delictivo. La perspectiva debiera resultar preocupante para quienes aspiran a conformar, con base en una primera minoría formal, el próximo gobierno. Para el PRI se ha configurado, en suma, el peor de los escenarios de triunfo: vencer sin convencer.
La conformación de una nueva administración en estas condiciones será, necesariamente, tema obligado de reflexión en los próximos días. En lo inmediato, y ante las movilizaciones sociales en curso, es pertinente hacer un llamado a todos los actores políticos, pero especialmente a las autoridades, a extremar la prudencia, la contención y la sensatez.