rece entre la población progresista estadunidense el temor a una victoria de Mitt Romney en las elecciones del próximo noviembre. Lo que parecía imposible hace tan sólo unos meses se cierne ahora como amenaza apocalíptica. Que un tipo que está convencido de la existencia de un ser supremo que rige los designios terrenales desde un planeta llamado Kolob presente su candidatura a la Casa Blanca es, ciertamente, motivo de zozobra. Que pueda hacerse con la presidencia es, sencillamente, causa generalizada de pánico.
La maquinaria demócrata convierte la amenaza Romney en herramienta para la movilización del voto progresista. Para ello apunta la abstención como uno de los posibles problemas de Obama. El descontento y la decepción que sus políticas han generado entre un sector de la juventud y de los más desfavorecidos aparecen como dato que puede dotar de sentido a la amenaza Romney. Para explicar el desencanto como base de una desafección hacia el actual presidente, algunos opinadores hablan de un Obama impotente: el lobby de Washington no le ha permitido llevar adelante su programa de gobierno. Otros analistas de izquierda hablan, por el contrario, de un Obama converso: llegó al poder con una intención de cambio pero se entregó a Wall Street nada más pisar el despacho oval. Hay, sin embargo, quienes vemos más un Obama perverso: una carcasa hecha de semánticas rupturistas e imaginarios de la diferencia que encierra en realidad una práctica de la repetición y la copia. En cualquier caso, lo interesante es que la perversidad funciona como clave antropológica capaz no sólo de explicar a la clase política estadunidense, sino de analizar las predominantes formas de vida urbana actual en el país de las barras y estrellas.
En 1945, Fritz Lang dirigió la maravillosa película Scarlet Street, que fue traducida al español como Perversidad. En ella un cajero infelizmente casado finge ser un pintor de éxito y resulta extorsionado por una pareja sin escrúpulos. Mentiras y ausencia de escrúpulos son dos elementos propios de todo proyecto perverso. Romney oculta el carácter profundamente ilegal de su fortuna y sus cuentas bancarias en paraísos fiscales. Obama dice negro y hace blanco. Ambos se disputan la presidencia de Estados Unidos. En toda carrera electoral que se precie lo perverso juega un papel determinante. La perversidad tiene que ver con la preminencia del signo por encima del contenido: encierra siempre una pobreza que se basa en un acción de vaciado. Se vacía la realidad de la materialidad de los actos, se sustituye lo verdadero por lo verosimil, se les sustraen a las palabras los significados. El sentido de la política y de la vida, como el de la mercancía, tiene que ver cada vez más con un valor de cambio. Saber venderse. Nada sin el marketing. El arte de la gestión de lo falso.
La falsedad es un ingrediente tradicionalmente asociado al comportamiento perverso. En la actualidad nadie puede entender la política sin las redes sociales. Por eso en la presente campaña electoral estadunidense se señala a Twitter como un verdadero campo de batalla. Un campo de batalla perverso: se ha sabido que más de 70 por ciento de los followers de Obama en Twitter son falsos. El 46 por ciento en el caso de Romney. Las redes sociales y la política de los políticos casan bien: la falsedad encuentra una autopista en ambos ecosistemas. El excelente documental Catfish ilustra de manera solvente la idea de las redes sociales como espacio ambivalente que da lugar a la vida-ficción y al engaño. Hay un hilo común entre la publicidad y el devenir público de lo íntimo que puebla las redes sociales. De manera simétrica a la lógica publicitaria, el muro de Facebook recrea el mundo: crea una simulación imaginaria del mundo real para que nos recreemos en ella. Simple Mobile nos invita a unirnos a la revolución SIM (http://alturl.com/urhax). Levis nos anima a ponernos en el camino de la rebelión (http://alturl.com/gr7f8). El último anuncio de Coca Cola en Nueva York dice: No deje a los burócratas dictar el tamaño de la bebida que compra
. Hasta Occupy Wall Street se torna escena de simulacros y hace sus propios anuncios (http://alturl.com/b8wnc). Pura perversidad. Como apunta Jesús Ibáñez, el simulacro es la copia de la copia. Un sueño del que siempre terminamos por despertar. Levis tuvo que retirar su campaña publicitaria tras los últimos grandes disturbios en Reino Unido y Occupy Wall Street se vacía de gente común cuando deja de ser participable por cualquiera: la copia de la copia termina por no resistir en su contraste con la realidad de lo real.
Consciente del problema que presenta la copia, el neoliberalismo ha hecho de la reivindicación perversa de lo auténtico su propia cultura en Estados Unidos: el hipster viste camisetas con motivos de los años 80 y luce gorras y bigotes de obrero industrial. La perversidad de la promesa hipster consiste en la combinación de nostalgia y escaparate. Por eso la vida hipster se ajusta a los preceptos básicos del buen escaparatismo: parecer siempre nuevo, mantener vivo el poder de atracción, sujetarse a una estrategia de negocio. El hipster describe el punto de llegada de la dominación en la evolución de la forma encierro: primero fue la cárcel, luego la reserva animal, ahora el escaparate. La definición clínica del perverso narcisista describe un sujeto que atesora una empatía únicamente basada en el interés y en el beneficio propio. Cuando la forma mercancía se hace cultura transforma las personas en maniquíes. No se trata de una subcultura juvenil, sino de la metáfora de todo un país. Por eso cuando Yoshimasa Ishibashi creó Oh! Mikey en la televisión japonesa prescindió de actores y usó maniquíes: la serie relata la vida de The Fuccons, una típica familia estadunidense que se instala en Japón. Ellos, seguramente, harán uso del voto por correo para elegir entre demócratas o republicanos en las próximas elecciones a la Casa Blanca. Romney es el candidato de la nostalgia. Obama el mago del escaparatismo. Ambos garantizan que, gane quien gane, siempre ganará el hipster.