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Ver día anteriorLunes 3 de septiembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El miedo a la democracia
C

onsumatum est. Enrique Peña será el nuevo mandarín en palacio al servicio de los poderes fácticos. En sendos actos de simulación deliberativa mediática y propagandística, los días 30 y 31 de agosto un puñado de jueces absolutistas, mezquinos y arrogantes concluyeron las operaciones de trabajo sucio en las cloacas del sistema político mexicano. En un unánime fallo farragoso, reduccionista, falto de pulcritud y signado por una parcialidad obsecuente, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación rechazó la demanda de la coalición Movimiento Progresista para invalidar los comicios y declaró a Peña presidente electo. Con precipitación torpe, evidente abuso de las formas y rudeza innecesaria con atisbos de burla, los magistrados desecharon todas las impugnaciones presentadas. De manera legal triunfó la imposición. Y, como hace seis años, asistimos a la coartada de la legalidad y a un obsceno ejercicio de autobombo. A una nueva parodia institucional con actores de cuarta; a otro episodio de la política como espectáculo.

Con su inequívoco mensaje orwelliano, los magistrados volvieron a ratificar que se puede ganar con trampas y a la mala, y el perdedor debe acatar los resultados en nombre de la democracia y la unidad nacional, so riesgo de ser catalogado como violento, orillado al margen de la ley y criminalizado. Lo novedoso, en la coyuntura, fue que Alejandro Luna Ramos y su patota de leguleyos por consigna tuvieron que actuar como un escuadrón de escarmiento. Su víctima principal: Andrés Manuel López Obrador, el enemigo oficial. También quedó claro que la misión del tribunal era consumar el asalto de la Presidencia y poner a la chusma aturdida (Chomsky dixit) en su lugar. Es peligroso que el pueblo conozca su propia fuerza y quiera autodeterminarse. La mayoría debe resignarse al consumo de fantasías e ilusiones, no participar. La participación es deber de los hombres responsables. De allí que fuera la de estos jueces de barandilla una operación de adoctrinamiento y de control del pensamiento. Expertos en artimañas, con argucias baratas utilizaron la ley como instrumento particular de la dominación hegemónica. ¿Objetivo? En la transición, intentar mantener a raya a la vociferante y terca multitud, encarnada en Morena y el movimiento #YoSoy132.

Los que poseen las riquezas y dominan México desean un público disciplinado, apático y sumiso, que no cuestione sus privilegios y el ordenado –aunque violento– mundo en que medran. De allí, que, básicamente, como enseña Noam Chomsky, las decisiones tomadas por los tribunales y los hombres de leyes no estén dirigidas a garantizar la voluntad popular, sino a fortalecer la tiranía privada. A beneficiar al gran capital, como antítesis de la democracia. Como decía John Dewey, mientras exista un control sobre el sistema económico, hablar de democracia es una farsa.

Cómplices del IFE y la partidocracia, el discurso autista, cínico y clasista de los magistrados exhibió su papel en el reparto: imponer a Peña y amenazar a la plebe. No en vano, las dos primeras palabras del mexiquense al recibir su constancia fueron la legalidad. Su proyección lo traicionó: se sabe un ungido ilegal. Ahora, su misión será servir de administrador en un Estado niñera del poder corporativo; un Estado de bienestar para los ricos y privilegiados. Eso no se discute, aunque las mayorías no alcancen a percibirlo de manera evidente.

Durante los años del neoliberalismo las grandes empresas han intentado minar y demoler los últimos resabios del antiguo contrato social. Tras dos fracasos parciales de los gobiernos del PAN, la tarea, hoy, ha sido encargada al pichón de dinosaurio priísta. La misión de Peña es imponer las contrarreformas estructurales que faltan. Entre ellas, la laboral. Y seguir subsidiando y/o rescatando al gran capital. En campaña, el muñeco de Televisa no podía decir a las masas de trabajadores pobres y despolitizados –a quienes sus operadores compraron con tarjetas Soriana y Monex–: Vótenme, quiero matarlos y violarlos (como ocurrió bajo su mando directo con dos muchachos y 23 mujeres en San Salvador Atenco en 2006), o: Vótenme, quiero hambrearlos y empobrecerlos más. De allí que recurriera a una demagogia populista simplista y a renovadas formas de aceitar un clientelismo político narcotizado.

El nuevo PRI es el viejo partido corrupto, vertical y autoritario de la guerra sucia y las privatizaciones, cuyo único logro fue aumentar el número de millonarios y acelerar la reducción de los salarios y de las condiciones sociales. La historia está fresca. Hoy, la mafiocracia se recrea. Pero el sistema de propaganda no quiere que la gente recuerde ni piense: puede apoderarse del gobierno y utilizarlo como instrumento de poder público. De allí que se le infantiliza. Pretenden que la población no se dé cuenta de nada. Que no pregunte, por ejemplo, cómo funcionan las grandes empresas, los bancos y las casas de bolsa. Cómo triangulan y lavan dinero sucio que proviene de actividades ilegales y criminales. Y cómo, en ocasiones como en la actual, esos recursos sucios sirven para imponer presidentes dóciles, manejables, controlables.

A veces, como ahora, los integrantes del Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, del Consejo Coordinador Empresarial y otros sindicatos corporativos se ven obligados a decir su palabra para reforzar la de sus amanuenses. Es obvio que no están en los negocios para ser humanitarios como la madre Teresa de Calcula, y no es necesario buscar razones ocultas. Hacen negocios para que aumenten sus beneficios y sus acciones en el mercado. Y en ocasiones como la presente, fabrican presidentes para que administren sus intereses. Sepultada la equidad y consumado el fraude, tras dos sexenios panistas que profundizaron el modelo, México transita hacia una nueva fase de institucionalización de un Estado de tipo delincuencial y mafioso.