on Ramos navega sus días en una lancha de remo para no espantar a los manatíes. Contempla el fantástico paisaje de la selva costera que rodea el río como quien mira la palma de su mano. Los abigarrados manglares se acuevan hacia la jungla. Osos perezosos adheridos a las ramas altas, mico araña cara blanca, inmensas iguanas verde neón, un incontable pajarerío tempranero de río, mar y bosque tropical, un saltar de sardinas nerviosas en el agua, y esos otros osos irregulares, los hormigueros, merodeando las orillas del humedal. Sabe avistar los tigres de monte, las águilas, los pelícanos, pero su debilidad son los manatíes. En el manglar les cuelga de un lazo pencas y hojas de banano. Golosas vienen a morder las familias de este peculiar mamífero con tetas que jamás sale del agua y dio origen clásico –y desprestigio poscolombino– a la fantasía de las sirenas. Don Ramos planea iniciarlos en otras frutas, como manzana. Cree que les van a gustar.
El río San San, como el propio don Ramos y todo lo que rodea Changuinola viene de los inabarcables platanares de Chiquita Banana tierra adentro. Él trabajó de peón para la bananera 33 de sus años, hasta que se retiró a vivir en los humedales, convertido en uno de sus guardianes por vocación.
Habita hace más de una década un palafito de madera sobre el río, cerca del mar, cerca del delta, donde realiza junto con sus otros compañeros la tarea que lo enorgullece más: liberar tortugas recién nacidas luego de empollarlas en el campamento especial tras los brezales de la playa, protegiéndolas con mallas y sombra del acecho de cangrejos, gaviotas, perros y su peor enemigo, el hombre.
El largo verano panameño lo pasan patrullando de noche las playas para localizar a las tortugas madre (las hay baula o laúd, carey, negra), y defenderlas de las navajas, o al menos rescatar sus huevos de la mortal intemperie que da en llevarlos a las cantinas como socorrido bocado afrodisiaco. Otro de los guardianes, don Caballero, deplora la patraña: Un hombre tiene lo que necesita. Y si no, que no crea que se lo van a dar las tortugas
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Don Ramos dejó todo para vivir en el humedal. Sus hijos se fueron lejos. Mitiga la soledad, que por lo demás parece disfrutar (¿o es resignación?), cuando aparecen bachilleres voluntarios de Bocas del Toro o Chiriquí, colegiales estadunidenses o alemanes en prácticas de buenas intenciones, ocasionales turistas, gentes de Changuinola que se dan un día en la playa. Pero como ocurre a veces con padres lejos de su prole, lo consuelan los niños de los demás, que poco llegan por acá. Con satisfacción de joven abuelo adiestra a los pequeños en el desnidamiento de tortugas. Hoy nacieron ya 80, y se esperan más en el transcurso de la noche.
Con los demás guardianes, originarios todos de Bocas o Chiriquí, al oscurecer inicia la faena. Usa guantes de látex para cosechar en la arena a los imberbes quelonios y los traslada en una carretilla a través del brezal hasta la playa. Que lo acompañen niños y ellos liberen las tortugas lo hace feliz, le prueba que su sueño es posible. Esta noche sin luna un sólo niño soltará con júbilo heroico 138 tortugas. En la tiniebla, pues las linternas distraen y desorientan su imperiosa marcha al mar.
De pronto, las recién nacidas pueblan la playa, algunas giran erráticas, la mayoría ni lo duda, en chinga, muertas de ganas de alcanzar las olas y dejarse llevar. Para don Ramos es el momento más filosófic
Avanza la noche y salen a la superficie 200 tortuguitas más. Adultas medirán hasta tres metros y pesarán 500 kilos, tan firmes que podrían sostener el mundo sobre su lomo. No como el titán Atlas, que sólo carga el peso del cielo. La tortuga Akupera carga todo.
La noche no avanza sola. De la llanura arbolada tierra adentro parece brotar un derramamiento celeste que traza un arco monumental y va a hundirse en el opuesto horizonte del mar. La Vía Láctea en persona. Entera, constelada, nebulosa, ruta de seda, caudaloso río de astros transversal al río San San rasgada por las estrellas fugaces que el universo dejó caer a saber dónde ni cuándo.
El Camino de Santiago. Don Ramos apenas lo sabe pero lo presiente con fuerza y en él se acoge. Luchando contra la fuerte brisa enciende un cigarro meditabundo. Esta noche la galaxia lo quiso visitar, como si aprobara sus acciones. Como si con su inconmensurable belleza lo quisiera consolar.
Camina hacia la ribera, desata su embarcación, salta a ella y rema suavemente hasta la mitad del río, que no duerme pero guarda silencio. Don Ramos suelta el remo, se tiende sobre las cuerdas, pone sus manos en la nuca y mira hasta donde nunca imaginó. A la deriva. Cosquillas de un milagro en los humedales de lo real.