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Entrevista con el escritor indo-británico acerca de su nuevo libro de memorias

Salman Rushdie: insisto en mi derecho a la libertad de expresión

Joseph Anton, título inspirado en los nombres de sus dos narradores favoritos, el cual utilizó como alias durante la década que vivió escondido Escribir es una investigación interna del alma, dice El escándalo no garantiza la inmortalidad, manifiesta el autor de Los versos satánicos

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Salman Rushdie, en imagen del pasado 8 de septiembre, en Toronto, CanadáFoto Ap
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El autor indo-británico, el 8 de octubre de 2010, durante una entrevista en LondresFoto Reuters
Periódico La Jornada
Martes 25 de septiembre de 2012, p. 4

Durante más de una década, el escritor Salman Rushdie tuvo que vivir escondido de extremistas musulmanes que buscaban asesinarlo en cumplimiento de una fatwa iraní. Der Spiegel habló con Rushdie acerca de esta dura experiencia y de la razón por la que ahora ha decidido escribir sobre ella en sus nuevas memorias.

–Señor Rushdie, usted puso a sus memorias el alias que adoptó durante el periodo en que estuvo oculto.

–Sí. Lo primero que me dijeron los policías era que necesitaba un alias para realizar ciertos movimientos prácticos: había que alquilar casas secretas, necesitaba una cuenta falsa de banco y tenía que firmar cheques. Además, mis guardaespaldas necesitaban un nombre en clave para referirse a mí. Pero intenten pensar en uno; yo lo estuve pensando varios días.

–Y luego, entre todas las posibilidades, escogió Joseph Anton. ¿Por qué?

–Son los nombres de mis dos escritores favoritos: Joseph Conrad y Anton Chéjov. Al principio quería usar el nombre de un personaje que había creado para mi nueva novela: era un hombre de mente un poco confusa, también escritor, y se llamaba Ajeeb Mamouli. Me parecía apropiado: ajeeb significa extraño, y mamouli, normal. Así que yo era el señor Extraño Normal, una contradicción cambiante. Así me sentía.

–¿Y entonces?

–Bueno, a los encargados de mi seguridad no les gustó. Difícil de recordar y de pronunciar, y demasiado asiático. Nuestros enemigos acabarían sacando conclusiones, dijeron. Entonces combiné los nombres de otros escritores que me gustan: Marcel Beckett, Vladimir Joyce, Franz Sterne. Todos eran ridículos.

–¿Pero Joseph Anton sí les gustó a los guardaespaldas?

–Les encantó. De allí en adelante fui Joe, por 10 años. Hey Joe. Yo lo detestaba. Cuando estaba solo en la casa con ellos, siempre decía, oigan, chicos, ¿por qué no dejan de llamarme Joe un rato? No hay nadie aquí y todos sabemos quiénes somos. Fue inútil. Luego me dije: Joe, debes vivir hasta que mueras.

–¿Murió Joe cuando su guardia personal se suspendió, en 1999?

–Sí. Me sentí aliviado.

–Y sin embargo, ahora lo ha resucitado.

–Porque quería que la gente entendiera lo extraño que es vivir en un mundo en el que uno recibe la orden de renunciar a su nombre.

–En una entrevista con Der Spiegel, hace año y medio, nos dijo que ese periodo le causó un gran daño emocional y sicológico. ¿Le ha ayudado escribir sobre él?

–Durante mucho tiempo no me sentí capaz emocionalmente de revivir la realidad de esos días. No quería hacerlo. Pensaba: he salido de ese túnel oscuro y he conseguido cerrar la puerta a lo que quedó atrás. ¡Déjala cerrada! Pero siempre supe que algún día escribiría sobre ella. Llevé un diario casi desde el primer día.

–¿Todos los días?

–Casi todos. A veces eran sólo apuntes breves, a veces relatos más extensos. Lo convertí en miles de páginas… el caos total. La Universidad Emory, en Atlanta, las catalogó para mí. De pronto tuve ante mí toda mi vida bajo la fatwa, día por día. Fue una conmoción. Las entradas del diario iban desde el otoño de 1988, cuando se publicó Los versos satánicos, hasta 2003.

–¿Sabía que llegaría a escribir al respecto, o fue una especie de autoterapia?

–Escribí para ser capaz de recordar. Fueron sucesos tan poderosos, y todo ocurrió con tanta rapidez, que sabía que de otro modo no podría recordar lo que había ocurrido. En esos días de extrema soledad y aislamiento, escribir era a veces lo único que me quedaba.

–¿Cómo eran esos días?

–El día que se publicó la fatwa, el 14 de febrero de 1989, salí de mi casa en Londres y no sabía que no podría volver durante años. Al día siguiente comenzó la Operación Malaquita, nombre que la sección especial de la policía de Londres dio a mi caso. En los primeros meses me trajeron de aquí para allá, en hoteles, extrañas hosterías administradas por policías retirados, departamentos de amigos y, más tarde, departamentos y casas que eran rentadas a última hora. Arrancaba mi día encontrándome con mis guardaespaldas, vestido aún con piyama.

–¿Cuántos guardias tenía?

–En todos los años tuve siempre dos guardias las veinticuatro horas. También había dos choferes y dos autos blindados, un viejo Jaguar y un Land Rover aún más viejo. Siempre nos escoltaba el segundo auto por si el primero se averiaba.

–¿Es posible habituarse a eso?

–Sí, claro. Pero siempre había una voz fuerte en mi cabeza que se negaba a hacerlo. Rehusaba permitirme aceptarlo como mi vida. Todo el tiempo traté de que terminara.

–Usted luchó abiertamente. Se defendió y trató de convencer a Irán de que derogara la fatwa. Como resultado de su lucha, se agotó y se hizo de muchos enemigos más. ¿Hizo lo correcto?

–Me negué a renunciar a mi visión del mundo y a aceptar la sensación de seguridad que me proporcionaban los policías. Cuando eso ocurre, uno se vuelve su criatura y tiene que hacer lo que ellos dicen. Apreciaba mucho la forma en que me protegían, entendía lo importante que era, y algunos de mis guardaespaldas se hicieron mis amigos. Pero mi campaña pública y las negociaciones con el personal de seguridad tuvieron siempre el objetivo de recuperar una vida normal.

–¿Qué consideraba una vida normal, dadas las circunstancias?

–Sencillamente la oportunidad de encontrarme con los lectores al publicar un libro, o una firma de libros. Pero los guardaespaldas no querían eso. Su razonamiento consistía en puras evaluaciones de riesgo. Estaban orgullosos de no haber perdido nunca a un principal, que es como llamaban a las personas que protegían, y querían seguir así. Entendían las necesidades básicas en la vida de una persona, como poder reunirme con mi esposa y mi hijo, o incluso salir a comer con amigos de cuando en cuando. ¿Pero una firma de libros? Para mis guardaespaldas, el esfuerzo en seguridad excedía con mucho el beneficio. Con el tiempo llegué a convencerlos de intentarlo. Esperaban miles de manifestantes, pero no llegó ninguno. Así que la vez siguiente fue más fácil. Hubo muchas batallas como ésa; en eso consistía mi vida.

–¿Sabe usted lo real y concreta que era la amenaza contra su vida?

–Cuando me reuní con los guardaespaldas, el día después del anuncio de la fatwa, decían que me iban a tener escondido y protegido en un hotel por unos días, hasta que el asunto se resolviera solo. Pero nada se resolvió. Más tarde hubo incidentes que hicieron palpable la amenaza. Un hombre se voló en pedazos en un hotel barato de Paddington cuando trataba de armar una bomba. Resultó que yo era el objetivo. Luego hubo serios ataques a dos de mis traductores y a mi editor noruego. Ninguno fue obra de aficionados, sino de matones profesionales, presumiblemente contratados por el régimen iraní.

–¿Lo mantenían al tanto del estatus de la amenaza?

–Los policías me decían cuando el nivel subía, y una o dos veces por año me llevaban al cuartel de la inteligencia británica para reunirme con los oficiales a cargo de mi caso. Eran impresionantes: personas que no se andaban con tonterías y sabían de lo que hablaban.

Ya no necesito que todos me amen

–Sin embargo, en el libro escribió que los altos oficiales de la policía tenían reservas sobre usted.

–Esa era la actitud. Que yo no era una persona digna de protección. ¿El ministro de Irlanda del Norte? Okey, eso lo entendemos. Pero yo no era como los otros, los que merecían protección porque habían hecho algo por el país. Yo era alguien que recibía protección porque había causado problemas. En su opinión, era culpa mía que los musulmanes anduvieran detrás de mí. Algunos miembros de la policía, no todos, no entendían por qué alguien querría hacer tanto escándalo por un asunto tan absurdo. Si por lo menos mi libro hubiera sido sobre Inglaterra…

–Las críticas no sólo venían de la policía y los musulmanes, sino cada vez más de colegas e intelectuales. Tal vez su crítico más punzante, John le Carré, lo acusó de atacar a un enemigo conocido, que reaccionó como era de esperarse, y entonces se llamó agredido.

–Creo que tal vez se arrepintió de haber dicho eso, porque es una forma de decir que todos los intelectuales que alguna vez levantaron la voz contra tiranos merecían lo que recibieron. García Lorca conocía la brutalidad de Franco. Osip Mandelstam sabía lo que había que esperar de Stalin. ¿Debieron cerrar la boca? Elevar la voz contra enemigos conocidos es precisamente lo que los escritores han hecho con honor a lo largo de la historia de la literatura. Le Carré fue por lo menos ingenuo al decir que es culpa de ellos: deshonró la historia de la literatura.

–Pero tal vez atacar una religión no es lo mismo que criticar una dictadura.

–Insisto en el derecho a la libertad de expresión, aun tratándose de religiones.

–Entonces, para algunos usted se convirtió en mártir de la libertad de expresión, como John Updike lo expresó alguna vez, en tanto para otros fue un buscabullas que ofendió sin necesidad a millones de musulmanes. Esta presión pública se añadió a la amenaza en su contra. ¿Es posible hacer a un lado algo así?

–No. Pero Günter Grass me dio un consejo valioso. Él tuvo un problema similar con su muy pública imagen. En algún momento, me dijo, se vio como dos personas: una era Günter, a quien conocía y a quien su familia y amigos conocían. La otra era Grass, quien salió al mundo y causó alboroto. Una vez me dijo: A veces tengo la sensación de que puedo enviar a Grass al mundo a causar alboroto, mientras Günter se queda pacíficamente en casa.

–Así pues, en su caso fue Joe, el hombre a quien sus guardaespaldas protegían. Y luego era Joseph Anton, quien rentaba casas y firmaba cheques. Y luego era Rushdie el buscabullas, y Salman el escritor que se guarecía a solas en su escondite. Es para volverse loco.

–Fue una locura en verdad. Había una enorme distancia entre la percepción pública y mi verdad privada. Creo que mientras más prominente es uno, más se ensancha la división. Por ejemplo, estoy seguro de que Madonna no se concibe como la persona que es en los periódicos. Alguna la vez la conocí y, para ser sincero, me pareció bastante convencional. Hablaba de precios de inmuebles. Fue la única vez que me reuní con ella, y de lo único que habló fue de los precios de propiedades en la zona de Marble Arch, en Londres.

–Cuando uno es atacado y escondido de esa forma, ¿crea su propia realidad? ¿Y se toma demasiado en serio?

–Sí. Existe el riesgo de volverse solipsístico. Por eso traté de escapar de la burbuja de seguridad en la que estaba atrapado. Pero en Inglaterra no me dejaron hacerlo; por eso Estados Unidos se volvió tan importante para mí. Allí me permitieron tomar mis propias decisiones sobre cómo quería vivir, a diferencia de Inglaterra, donde se tendió una red de seguridad a mi alrededor. Y poco a poco logré pinchar la burbuja. Cuando escribí El suelo bajo sus pies, en 1998, pude vivir en una casa en Long Island casi tres meses, sin policías alrededor. De pronto pude conducir mi propio automóvil. Podíamos decidir salir a cenar. Estaba jubiloso.

–¿Hubo momentos de verdadera depresión antes de eso?

–Sí, a veces estaba muy bajo de forma. Y lo sé ahora porque a medida que leo el diario para escribir el libro, puedo ver a veces que la persona que escribía no se sentía muy bien en ese momento. En los primeros dos años y medio estaba muy desequilibrado. Más tarde hubo también ataques periódicos de depresión.

–En sus memorias, escribió

en tercera persona, no en primera. Es como si quisiera tomar distancia del personaje que describe.

–No quiero distanciarme de mí mismo. No estoy tan loco. Al principio traté de escribirlo en primera persona, pero no encontraba la voz. Me parecía narcisista o lloriqueante. Dejé de escribir el libro; no lo disfrutaba. En alguno momento se me vino la idea: ¿y si contara la historia como si le hubiera ocurrido a otra persona? Elevaría mi personaje al nivel de los otros y lo describiría con un poco más de objetividad y desde varias perspectivas. De pronto supe cómo tenía que escribir el libro.

–Vuelve menos emocionales las descripciones.

–Pero la historia tiene suficiente fuerza por sí misma. Se tiene una trama que no requiere exageración. No hay que inflarla en la escritura; de otro modo se habría convertido en una ópera.

–¿Tuvo que ver en ese afán de objetividad el hecho de que algunos personajes, en especial sus ex esposas, hicieran comentarios muy desagradables sobre usted?

–Bueno, sí. La única forma de escribir un libro como éste es bajar la guardia. Tiene que hacerse sin defensas. Desde luego hay conductas mías, aspectos de mi personalidad, de los que soy muy crítico. Pero ocurren. La verdad es que los escritores estamos examinándonos constantemente. La profesión conlleva mirar repetidas veces a uno mismo. Me parece que esa es la razón por la que en todo ese tiempo nunca sentí necesidad de ayuda siquiátrica, aunque no me sintiera bien. Escribir es una investigación interna del alma.

–En el libro hace decir a su tercera esposa, Elizabeth West, que usted es un egoísta que va por la vida destruyendo vidas de otros. Ella experimentó la mayor parte de la fatwa con usted, hasta que la abandonó por la modelo india Padma Lakshmi. ¿Podría haber cierta verdad en la evaluación que ella hizo de usted?

–Yo no lo vi de ese modo, pero tuve que dejar que su opinión quedara expresada. De otro modo el libro habría sido polémico y moralista. Pero quiero que las cosas sean tridimensionales, como lo son en una novela. Quiero mostrar al mundo que soy de veras capaz de presentarme a mí mismo como personaje.

–En las memorias sostiene que la vida de un escritor es como un pacto faustiano al revés: quiere lograr la inmortalidad y el precio que paga es llevar una vida horrible. Su vida ha sido difícil a veces, pero de hecho ha llegado a ser el escritor vivo más famoso.

–No es algo que me dé satisfacción, porque siento que lo soy por las razones incorrectas. No fui famoso por el contenido de mi obra, sino por el escándalo en torno a ella. Pero el escándalo no garantiza la inmortalidad, así que no se siente uno muy a gusto con esta fama. Lo único bueno es que cuando llamo a un político para pedir ayuda para un colega escritor que es amenazado, por lo regular el político contesta la llamada. Otros escritores tal vez no tendrían éxito.

–¿Escribiría Los versos satánicos exactamente en la misma forma hoy día?

–Sí. Por fortuna no tengo que hacerlo porque ya lo hice.

–¿No dejaría fuera los controvertidos pasajes del sueño acerca del profeta?

–Claro que no. De hecho creo que están entre lo mejor del libro. En verdad me gustan esos pasajes.

–¿Habría empeorado la novela si no hubiera puesto a las prostitutas del burdel los nombres de las esposas de Mahoma?

–Sí. Había una razón para hacerlo. Tiene que ver con las actitudes hacia las mujeres en ese tiempo. Eran las esposas del profeta; eran muy famosas en su época, pero ningún otro hombre podía verlas porque estaban encerradas en el harén del profeta. De hecho en esos burdeles las mujeres asumían el nombre e incluso adoptaban la personalidad de una esposa del profeta, lo cual las hacía accesibles como fantasía erótica. En otras palabras, el propósito de ese capítulo no es insultar al profeta, sino abordar el fenómeno de las mujeres investidas de poder y la naturaleza de la sexualidad masculina y cómo se inflama por aquello que los hombres no pueden tener. Esos pasajes son serios y en ningún momento sugieren que las esposas del profeta tuvieran una conducta inapropiada. No es tan difícil de entender.

–Uno de los capítulos de las memorias se titula La trampa de querer ser amado. ¿Es ése su problema?

–Ya lo he superado. En ese tiempo pensaba que si tuviera la oportunidad de explicarme con propiedad y explicar Los versos satánicos, la gente entendería que no había razón para molestarse conmigo, porque soy un buen tipo. Pero ahora me he dado cuenta de que siempre habrá personas a las que no les guste lo que hago. ¿Y saben qué? Pues qué pena. Ya no necesito que todos me amen.

–¿Existe aún una amenaza contra usted hoy día?

–No.

–La semana pasada hubo renovados ataques contra instalaciones estadunidenses en Libia, Egipto y Yemen, desatadas por una película que ridiculiza al profeta Mahoma. ¿Le parece familiar?

–No sé con exactitud qué ocurrió en Libia. El gobierno de Estados Unidos ha dicho que no estaba claro si el ataque en Bengasi tuvo que ver con el video. Pudo tratarse de un ataque yihadista planeado de antemano, relacionado con el aniversario del 11 de septiembre.

–¿Le preocupa que las cosas vuelvan a calentarse en su contra?

–Sabe, no me gusta hacer comentarios cuando no sé de qué hablo. Eso se lo dejo a Mitt Romney. Tenemos que dejar de pensar de ese modo; es un modo de pensar nacido del miedo. Y además, es la historia de mi vida, y no voy a dejar que nadie me impida contarla.

–Señor Rushdie, le agradecemos la entrevista.

Entrevista realizada por Philipp Oehmke

© 2012 Der Spiegel

Traducción: Jorge Anaya

(Distributed by The New York Times News Service and Syndicate)