Miércoles 26 de septiembre de 2012, p. 7
Desde tiempo inmemorial los hombres y mujeres de México somos un pueblo interesado por nuestra historia. Desde los tiempos mesoamericanos hasta nuestros días, en pequeños pueblos, en grandes ciudades, todo hecho, todo objeto, todo rito, lo convertimos en historias de versiones infinitas.
En esa tradición está sembrada la raíz de Los últimos cristeros de Matías Meyer. Invita a leer signos, emblemas, gestos, colores, gustos y valores como se entendían, como podemos aprehenderlos.
Ella cultiva nuestra curiosidad, motiva nuestra inteligencia, despierta nuestra sensibilidad y amplía el alcance del pensamiento. En un acto de inmediata prestidigitación, desde la primera escena, sólo voz que cuenta, en Los últimos cristeros el sueño encuentra su refugio. Allí se despliegan, en cada feliz movimiento de la cámara, las maneras, las esperanzas, los ideales en los que se modela el rostro de los hombres y mujeres del universo agrario de nuestro país.
La mirada despierta ante los universales temas y los despliega directo en lo más profundo de nuestra intimidad. Nuestro corazón bombea de inmediato sentimientos, dudas, certezas, trascendencias en perpetuo alumbramiento.
Estamos ante los faros de la cartografía del pensamiento y el sentimiento campesino. Un modo de mirar, de escuchar, de expresar las creencias, unas formas de interpretar los signos del paisaje. Es una urdimbre infinita que comparte y trasciende al tiempo. En sus redes de signos se aprehende, a un tiempo, la naturaleza de los hechos y la naturaleza de su significación. Este gran tejido en el que viven estos personajes los vuelve singulares en su universalidad.
Octavio Paz decía que hemos de ser contemporáneos de todos los hombres y que gran parte de los misterios de los creadores se expresa cabalmente cuando develan rimas sociales, rimas culturales. Así, los sentimientos y las vivencias de los protagonistas de Los últimos cristeros se podrían dar en los valles de Lituania, en las llanuras de Andalucía, en las sierras de Jalisco. De repente, detrás de un parpadeo, en las escenas del gran lienzo de sentidos que es la película, parecería que uno puede escuchar la conversación entre Czeslaw Milosz, Federico Garcia Lorca y Juan Rulfo.
El paisaje habla. Lo ocupa todo. Nos invita a acercarnos. Al acariciarlo con la mirada nos acercamos a la divinidad, a la cotideanidad de las cosas supremas. Despierta el sentido de la inmensidad. El amor, el valor, la fe...
Lo expresó así Andrei Tarkovsky, en su diario, el 24 de marzo de 1982: Lo más dificil y lo más importante es tener fe. Pues si tienes fe todo se realiza. Pero creer sinceramente es terriblemente difícil. Nada es más difícil. Creer apasionadamente, sinceramente, con serenidad.
En sus sucesivas capas, multiples texturas, en sus paletas de color, subyace el sueño y aparece a cada instante el milagro de la creación.
En laderas y planadas los hombres se elevan, suben, caen incensantemente, son una gavilla de cinco o seis que representan millones de sombras tejidas, son divagaciones y ensueños. Aquí, todo cuanto llamamos vidas y almas sueñan todavía, se agitan al enfrentar la eternidad.
En el paisaje de la película nada es sólo contemplativo. En cada plano suceden mil y un sentimientos y una sucesión de pequeños gestos. Los personajes son actores campesinos de hoy, rompen la frontera, dejas de ser espectador y te remueven, te hacen vivir con ellos. Expresan con toda su sutil intensidad los pesares, los cuestionamientos y convencimientos más universales desde que el hombre es hombre. Viven, y nos hacen vivir, aguerridos a la tierra como le dijo a su nieta una vieja de Teocaltiche al salir de mirar la cinta.
Sí, tiene razón. Lo que despierta el paisaje de Los últimos cristeros es el sentido de la inmensidad. El sentido de los múltiples significado de la entrega, de la ofrenda, del amor. Despliega ante nuestros ojos las fortalezas del alma.
Al mirar Los últimos cristeros sabemos que nadie vive solo: cada uno habla con los que ya han pasado, cuyas vidas se encarnan en él y, siguiendo su huella, los visita a cada paso. De sus esperanzas y derrotas, de los signos que han quedado tras ellos, aunque no sea más que una imagen pintada en una piedra, nace la serenidad y la moderación para poder emitir un juicio sobre uno mismo. Pueden considerarse afortunados los que llegan a conseguirlo. Nunca y en ningún lugar se sienten solos, les fortalece el recuerdo de todos los que, al igual que ellos, tendieron hacia un sueño inalcanzable, imprescindible, construir un nosotros.
Los últimos cristeros permite hoy, a los hombres y mujeres campesinos de Lituania, Andalucía o México, sentirse en vivencia de comunidad. Solo así se explica, quizá, que haya sido premiada lo mismo en Toulouse, en la Riviera Maya, en Parati, en La Habana, que en Ciudad del Cabo. Su sustancia rima con las eternidades del mundo. Al mirarla, gracias a la maestría clásica de Matías Meyer alcanzamos, juntos, trozos de divinidad.
para L.
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