11 días de que se dio a conocer la firma de un contrato entre Petróleos Mexicanos (Pemex) y astilleros de Galicia, España, para construir dos plataformas habitacionales, persisten más dudas que certezas en torno a esa operación, que costará a la paraestatal unos 380 millones de dólares.
A la falta de explicaciones consistentes sobre las condiciones en que se firmó el contrato –prácticamente en secreto y sin proceso de licitación pública de por medio– se suman las colisiones declarativas en torno a su naturaleza y contenido: las afirmaciones del director de la paraestatal, Juan José Suárez Coppel, de que el documento no fue suscrito por Pemex, sino por su filial internacional PMI; que contiene cláusulas suspensivas
, y que todavía debe ser examinado por el consejo de administración de la paraestatal, contrastan con la versiones difundidas desde la semana pasada por autoridades de la Xunta de Galicia (gobierno autonómico), que afirman que los contratos son plenamente válidos
y vigentes.
Más preocupante resulta el escenario a raíz de las declaraciones formuladas el sábado pasado por el titular de la Secretaría de Energía y presidente del consejo de administración de Pemex, Jordy Herrera, quien afirmó que desconoce el contenido de los referidos documentos. Tal situación pone en evidencia un accionar unilateral de la dirección encabezada por Suárez Coppel, una inexcusable falta de cuidado de las autoridades administrativas en torno a las operaciones realizadas por la paraestatal o una combinación de ambos factores. En cualquier caso, el episodio da cuenta de una continuidad en la opacidad proverbial con que Pemex ha sido manejada durante las presidencias del ciclo neoliberal, particularmente durante las dos recientes, y que va más allá de la relación turbia del gobierno con la dirigencia del sindicato petrolero, del descontrol fiscal de las empresas privadas contratistas y del destino incierto de los recursos obtenidos por concepto de ventas internacionales de crudo: además de esos elementos, destaca la construcción, en las pasadas décadas, de una red de compañías privadas filiales de la paraestatal, que operan como fachadas corporativas, realizan operaciones en el extranjero y, por consiguiente, no rinden cuentas ni están sujetas a la legislación mexicana, lo que limita las capacidades de fiscalización del Estado sobre ellas.
Un precedente ineludible es la fallida adquisición de acciones de Repsol por Pemex ocurrida el año pasado, operación que se saldó con pérdidas para la paraestatal; que colocó a ésta en medio de una disputa entre dos bandos corporativos dentro de la petrolera ibérica, y que se realizó, según información oficial, a través de la misma filial internacional empleada ahora para suscribir la operación de los llamados hoteles flotantes.
Ante el cúmulo de dudas que persisten en torno a la construcción de tales plataformas habitacionales, lo procedente es que las autoridades pongan un alto a la opacidad con que se han conducido y transparenten plenamente éste y otros casos de presumibles manejos inadecuados de la paraestatal. La discrecionalidad en estos asuntos puede resultar muy costosa, como quedó de manifiesto con la aventura corporativa de Pemex en Repsol, y no sólo en términos de pérdidas económicas, sino también en desgaste de la credibilidad de la administración pública en su conjunto.