44 años de la masacre ocurrida en la plaza de las Tres Culturas, nuevas generaciones se han sumado a la conmemoración de ese crimen de lesa humanidad perpetrado por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y mantenido en la impunidad, hasta la fecha, por todos sus sucesores en el cargo, independientemente de su filiación política.
Si la herida de Tlatelolco sigue abierta no se debe a un fetichismo social ni a una tendencia al martirologio, sino a que, a pesar de las enormes transformaciones experimentadas por la sociedad, la configuración del poder público en nuestro país ha cambiado tan poco desde entonces que no ha habido voluntad de esclarecimiento, de justicia ni de enmienda.
En las más de cuatro décadas transcurridas desde la represión criminal contra el movimiento estudiantil de 1968, se han repetido los atropellos del poder público contra la ciudadanía sin que los responsables hayan sido castigados. Como meros ejemplos, cabe recordar la guerra sucia emprendida por las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo contra integrantes de organizaciones político-militares, pero también contra disidentes políticos y luchadores sindicales, agrarios y sociales; los fraudes perpetrados en el gobierno de Miguel de la Madrid contra las oposiciones de izquierda y de derecha; los centenares de homicidios de perredistas durante el salinato; las matanzas rurales (Aguas Blancas, Acteal, El Charco y otras) cometidas o instigadas por diversos niveles de gobierno en tiempos de Ernesto Zedillo; los episodios de barbarie represiva registrados en el sexenio de Vicente Fox (Lázaro Cárdenas, en Michoacán; San Salvador Atenco, en el estado de México; Oaxaca), y el enorme cúmulo de violaciones a los derechos humanos en la administración calderonista con el cobijo de su guerra
contra la delincuencia organizada y el narcotráfico.
En forma paralela, la mayoría de la población ha sido sometida desde el poder a formas de violencia menos visibles, pero no menos devastadoras: la concentración de la riqueza nacional en unas cuantas manos, auspiciada por las directivas económicas gubernamentales desde 1988; la permanente hostilidad del régimen contra sindicatos y organizaciones populares; el abandono presupuestal de los sistemas públicos de salud y educación; la distorsión de los principios democráticos y de la voluntad popular en los procesos electorales; la corrupción sempiterna y creciente, así como el recorte sistemático de derechos y conquistas, cuya más reciente expresión es la reforma laboral que está siendo gestionada por el Poder Legislativo a petición del gobierno saliente y con la satisfacción manifiesta del entrante.
Los hechos referidos explican el dato singular de que la conmemoración del 2 de octubre no sea un asunto generacional ni una página cerrada de la historia, y que a ella se hayan sumado –como pudo apreciarse ayer en las manifestaciones– nuevas generaciones que encuentran en esa fecha el símbolo que sintetiza la permanencia a lo largo de los sexenios de un poder público arrogante e insensible, para el cual la vida de los ciudadanos no vale nada.