na extraña simbiosis que no se dio en todos los países ocurrió en el México posrevolucionario entre sindicatos y gobiernos. Cuando acá aludimos al sindicalismo oficial nos referimos a aquellas organizaciones de trabajadores que el gobierno en turno ha usado y usa para su provecho, tanto como formas de control como medios de apoyo, a cambio de brindar, supuestamente, mejores condiciones a sus agremiados que a los sindicatos llamados independientes.
Esa simbiosis viene de muy atrás, desde que se creó la CROM (Confederación Regional Obrera Mexicana, 1918), pero más claramente con el lombardismo y la fundación de la CTM (Confederación de Trabajadores de México, 1936). Díaz Ordaz lo dijo con precisión en su segundo informe a la nación de 1966: Somos uno de los pocos países en proceso de desarrollo económico que ha logrado integrar a la clase obrera en el sistema institucional de la nación
. Eufemismos a un lado, la realidad de la clase obrera organizada (y de otros sectores de la producción) es que ha sido dependiente de los gobiernos más que de las instituciones.
Esa dependencia de los sindicatos, federaciones y confederaciones surgió cuando los trabajadores consideraban que vivían en un régimen de Estado proteccionista, de ahí que sus demandas fueran básicamente reivindicativas y no formadoras de una conciencia de clase. Los gobiernos posrevolucionarios los usaron para darse apoyos cuando disminuía su legitimidad, pero también para controlarlos para favorecer la acumulación de capital. Los sindicatos oficialistas y no pocos que se autodenominan independientes son en realidad organizaciones de control de los trabajadores en favor del capital y cuando han presentado batallas contra éste ha intervenido el Estado para someterlos, desde la injerencia gubernamental en sus contratos colectivos y su vida interna desconociendo a dirigentes no convenientes
, hasta la represión más brutal desde dentro (el surgimiento del charrismo) y desde fuera como ocurrió con ferrocarrileros, mineros, electricistas y otros más mediante el uso de la fuerza pública, incluso del Ejército.
El común denominador de los gobiernos de antes y de ahora ha sido impedir al costo que sea la democracia en el interior de los sindicatos. Aun sindicatos que no se expresaron contra el capitalismo ni su Estado, pero sí en contra del charrismo y la antidemocracia, como fueron los electricistas dirigidos por Rafael Galván, fueron reprimidos de diversas formas hasta ser derrotados. La democracia sindical no es compatible con los modos de dominación del capital, igual se trate de los modos directamente adoptados por los empresarios (como los sindicatos blancos formados por éstos) que de los cooptados por los gobiernos para restarle obstáculos al enriquecimiento de la iniciativa privada.
Los priístas aprendieron de sus abuelos y de las experiencias de los regímenes totalitarios que los trabajadores deben ser corporativizados sin dosis peligrosas de democracia interna. De manera semejante a los fascistas y los comunistas hicieron depender a los principales sindicatos de su partido, siempre de forma corporativa y nunca por afiliación individual. Los panistas, en cambio, han defendido en general, como liberales que aspiran a ser, la afiliación individual a su partido, aunque no han sido igual de benévolos en relación con la democracia interna de las organizaciones de trabajadores. Ya lo vimos en el caso del Sindicato Mexicano de Electricistas: Calderón prefirió quitarles la empresa y dejarlos sin materia de trabajo que reprimirlos directamente, como lo hubieran hecho López Mateos, Díaz Ordaz o Echeverría. El resultado, obviamente, fue el mismo y habría de estudiarse cuál fue de peores consecuencias. Lo que también sabemos es que los gobiernos del PAN optaron por no meterse con los sindicatos y dejarlos hacer en la medida de sus posibilidades siempre y cuando no estorbaran sus políticas privatizadoras; tal vez porque saben que las mismas relaciones de producción han cambiado con el neoliberalismo y que los sindicatos ya no tienen la fuerza de antaño (de hecho ha disminuido considerablemente la tasa de sindicación en el país y en casi todo el mundo).
El 27 de septiembre me referí en este espacio a la propuesta genérica de reforma laboral presentada por Calderón y su clara intención en contra de los trabajadores, pero dicha propuesta tuvo y tiene un aspecto positivo que ahora destaco: la posibilidad de que en los sindicatos haya democracia y transparencia internas. Son polvos de aquellos lodos liberales del panismo original. Pero dicha parte de la propuesta no es compatible con los intereses de las cúpulas de los sindicatos, ni siquiera de los autodenominados independientes, autónomos y democráticos (que no lo son), ni con los priístas que no quieren perder lo que tan bien les funcionó en el pasado: el control obrero negociado y corrupto.
Lo más probable es que la ley laboral cambie todavía más en favor del capital y sus nuevos métodos de dominación neoliberal, pero que la antidemocracia interna de los sindicatos no se vea afectada. La cuestión es que al final, en un cierto tiempo no muy lejano, los sindicatos no se democratizarán como probablemente querrían muchos trabajadores, pero sí se debilitarán todavía más hasta casi desaparecer, como ocurre en otros países y en muchas industrias que operan en México. El tema es seguirle quitando estorbos a los empresarios. Para panistas y priístas el asunto central es regalarle el país a la iniciativa privada, nacional o extranjera (les da lo mismo), y mantener el gobierno como una gerencia nacional al servicio de aquella. Ellos saben que de continuar el modelo económico vigente los sindicatos no se democratizarán ni serán órganos de defensa de los trabajadores. Serán, como han sido, órganos de control con una diferencia importante con el pasado: el Estado no es más proteccionista ni mucho menos popular o de bienestar.