s casi imposible separar la idea de ver en escena Diario de un loco, el cuento de Nicolai Gogol, de la memoria de Carlos Ancira, quien la escenificó como monólogo bajo la dirección de Alejandro Jodorowsky durante casi 20 años en diferentes sedes. A partir del fallecimiento de Ancira, existen muchas versiones que se van dando cada tanto tiempo con diferencias en cuanto a éxito y calidad. La última que se conocía fue dirigida por Gabriel Retes, en 2011, aunque ya no como monólogo, sino con los personajes de que habla Aksenti Ivanovich, el protagonista, incorporados en escena, aunque la adaptación a monólogo quizás sea más eficaz y siga tentando a muchos actores. El talentoso y dúctil Mario Iván Martínez no es la excepción y estrenó la versión que hizo conjuntamente con la directora y traductora Luly Rede, dedicada a la memoria del primero que representó una adaptación del cuento.
Como es bien sabido, el escritor ruso era un crítico feroz de la burocracia en la época zarista y muchas de sus obras –pienso en El inspector y en la mismísima Las almas muertas– podrían trasladarse al México contemporáneo sin mayores problemas. Con Diario de un loco ocurre lo mismo aunque la crítica esté más difuminada. El infeliz empleadillo, enamorado de la hija del director de la empresa para la que trabaja, va cayendo en un delirio que en el siglo XIX era diagnosticado como demencia precoz y ahora se llamaría esquizofrenia paranoide. Marcar las diferentes etapas de ese derrumbe hacia la insania es un trabajo que pone a prueba la capacidad actoral del protagonista y que desde luego logra Mario Iván Martínez con su habitual solvencia,
Desde que ve a Sofi, como se llama la muchacha, descender de su carruaje, queda deslumbrado, aunque reconoce que una belleza tal no le haría caso a un pobretón como él, sino que está destinada a un gentilhombre. Esta conciencia clasista, propia del lugar y la época –pero que por desgracia podría estar también presente en la actualidad en algún connacional– no impide que la busque por todos lados, complaciéndose con sólo verla al principio, aunque se le traba la lengua cuando debe responderle. Al cabo de unos días empiezan los síntomas de su insania. Piensa que el jefe de personal le tiene envidia y cree leer las cartas que la perrita de Sofi escribe, así como finalmente, tras permanecer sin ir a la oficina durante tres semanas, se imagina ser el rey de España y que los nobles lo conducen a España, cuando lo llevan a un manicomio.
La ardua tarea de proyectar espacios y personajes –excepto la muy fallida escena del salón del jefe, dada por una cortina y una lámpara que descienden brevemente del telar– se logra por el sencillo recurso de que el protagonista descuelga de una percha su gabán, su gorra y su bufanda mientras explica que salió a la oficina. El cuarto de Askenti Ivanovich, en la escenografía diseñada por Edyta Rzenwuzka, consta de un muro trasero con ventana –que se ladea al compás de la música de Omar González para mostrar gráficamente la perturbación del personaje–, una cama y un escritorio con silla, esto último lo mismo puede ser oficina que alcoba; la escena está acotada por la iluminación de Matías Gorlero a base de una plantilla que ofrece en el piso sombras tipo dibujo de Escher. Mario Iván reproduce con su mímica a todos los personajes y cuando el protagonista cuenta que fue al teatro, por ejemplo, se hace una sustitución de lo que se dice en el original para que el actor suba al escritorio envuelto en la sábana que tiene muchos usos escénicos y cante con voz de soprano, dada la muy amplia gama de sus recursos, los que incluyen la expresión corporal.
Voces –lo que incluye los ladridos de la perrita de Sofi que es apartada por eficaces movimientos–, actitudes del cuerpo y expresiones faciales hacen vivir a múltiples personajes. El supuesto rey de España, que descubrió que China y España son el mismo país, utiliza la alfombrilla de la habitación como manto real para partir a salvar a la Luna. De debajo de esa alfombrilla emerge sin cabello y con traje de enfermo mental del siglo XIX, diseñado por el propio Mario Iván Martínez, con la cama volcada como cuarto aislado del asilo, en esta escenificación producida por su madre, la actriz Margarita Isabel a quien echamos de menos en nuestros escenarios.