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Después de Lucía
“P

asó por mi cabeza matar a mis compañeros, pero sólo encontré un abrecartas en forma de espada. Lo llevé a la escuela, pero nunca me atreví a utilizarlo. Yo decía ‘si me tocan, se los entierro', pero afortunadamente nunca pasó una agresión física”, así se expresa Juan, una víctima del bullying escolar (citado por Leonardo Bastida, Letra S, La Jornada, 8 de abril 2010). Esta rabia sorda, al filo de la desesperación y anticipo de un posible acto criminal, no había tenido una expresión contundente en el cine mexicano sobre adolescentes. Las comedias juveniles, con vagos tintes dramáticos y alusiones muy predecibles a las disfunciónes familiares, suelen concentrarse en los sinsabores sentimentales y los desmanes inofensivos de jóvenes estudiantes moralmente desorientados, siempre regañables y siempre reconducibles por el camino de la buena conducta tardía (ejemplo claro: la primera, segunda y última noche de ese eterno viaje de generación que es el cine juvenil de Alejandro Gamboa).

En su segundo largometraje, Después de Lucía, Michel Franco, joven realizador egresado de la carrera de Comunicación de la Universidad Iberoamericana, toma un rumbo radicalmente opuesto y describe de modo directo y sin concesiones la espiral de violencia que se genera en una escuela privada cuando un grupo de adolescentes hostiga, primero verbal, luego físicamente, a Alejandra (estupenda Tessa Ia), una compañera de clases, al difundirse el video filmado por celular de un encuentro sexual suyo con un joven durante una fiesta. Paralelamente a este drama de evolución insidiosa, el director y también guionista presenta el proceso de duelo que comparten la joven y su padre (Hernán Mendoza), luego de la muerte de Lucía, la madre, un episodio al que la cinta alude brevemente para luego describir con mayor detenimiento sus efectos en el ánimo de los protagonistas y en sus decisiones.

Según Dan Olwens, especialista estadunidense en el estudio del bullying, a este comportamiento abusivo lo caracterizan actos repetidos consecutivamente que incluyen un desbalance de poder, real o percibido, entre la persona o personas agresoras y aquellas con menos poder. A esta violencia verbal y física, Michael Franco añade los agravantes de un hostigamiento sexual y un elemento perturbador, la saña con que los agresores procuran humillar a la protagonista por una pretendida falta moral que en ellos es parte de su conducta cotidiana. El absurdo de esta doble moral conservadora, inoculada en mentes adolescentes, desconcierta a la protagonista y al propio espectador que asiste azorado a la absoluta falta de solidaridad con la joven agraviada por parte de compañeras que se vuelven cómplices de las conductas machistas. O la conducta del compañero sexual que sin difundir personalmente el video acepta cobardemente las represalias que éste genera. (Alusión aquí muy pertinente al sexting, práctica muy popular entre jóvenes de difundir por teléfono móvil su propia desnudez o sus actos sexuales). La relativa pasividad de las autoridades escolares y la nula acción judicial en contra de los agresores debida en parte a la ausencia de un marco legal punitivo contra menores de edad, determinan el mutismo de Alejandra, quien acepta resignada la cadena de humillaciones, y también la terrible decisión final del padre, el elemento dramático de mayor intensidad en esta historia.

Lo que inicia como una crónica en ritmo lento de un agandalle juvenil (considerando al agresor o bully como el gandalla consumado), toma giros de una sorprendente brutalidad física. Pero la violencia más perturbadora, Michel Franco la sugiere elípticamente, en un cuarto de hotel, en el breve encierro de un estudiante adolescente y el padre vengativo. Como posible tributo a un cine que sin duda el realizador admira, los jóvenes son presentados con sequedad casi clínica, como autómatas insensibles, a la manera bressoniana de El diablo probablemente (1977) y la humillación que consiente la joven Alejandra, sometida al ritual de sacrificio, tiene ecos del cine de Buñuel (Viridiana, 1961) y de Dreyer (La pasión de Juana de Arco, 1928), con una mística de la autoflagelación que incluye la pérdida de cabello. Estos referentes prestigiosos no dan cuenta naturalmente del estilo fílmico del propio Franco, vacilante todavía entre la crónica periodística llamativa y una vocación artística plenamente asumida, pero sí marcan la originalidad y fuerza expresiva de esta cinta, emparentada con la sobriedad controlada de Los bastardos (2008), de Amat Escalante, y muy alejada por fortuna de la mediocridad narrativa que hoy campea en el cine de ficción mexicano. Más que el bullying y sus efectos desastrosos, la cinta exhibe la fría indiferencia de un sistema educativo y de cierta gran familia mexicana que cotidianamente toleran, y en ocasiones favorecen, esta espiral de odio juvenil en las escuelas. Una película notable.