as pasadas dos elecciones en México y la crisis en los países desarrollados de la eurozona y Estados Unidos muestran a las claras la captura de los distintos estados nacionales por el mundo financiero y las grandes corporaciones. Los distintos liderazgos políticos han sucumbido al imperio de sus patrocinadores. Sin el apoyo abarcante de estos últimos, tanto la pluralidad como las crecientes necesidades vitales de los pueblos ya hubieran cambiado el rumbo de los actuales sucesos. No lo han podido hacer, a pesar del desencanto creciente, de las manifestaciones masivas, de las rebeldías que se tornan cada vez más violentas y de la erosión que padecen en su bienestar los ciudadanos. La pérdida de credibilidad de los medios de comunicación es otra de las señales del traspase de límites a los que se ha llegado por la desbalanceada conducción del presente estado de cosas. La creciente canalización de las inquietudes colectivas a través de los medios alternativos es una señal de alerta adicional para el sistema establecido. Partidos, gobiernos y los distintos aparatos del oficialismo mediático han abierto una enorme brecha de credibilidad que ya no se puede soslayar.
En el núcleo de la crisis global se encuentra a sus anchas y endiosada la avaricia sin límites de los directivos de los centros financieros, en especial aquellos situados en Wall Street y la City de Londres. Pero tal fenómeno no se agota en esas exquisitas sedes; se extiende también sin rastros de mesura a todas las demás de la misma especie esparcidas por aquí y allá. La retórica del neoliberalismo ha alcanzado, en tales cumbres y en esos personajes, el más alto nivel de aceptación. Más que eso, ha llegado a situarse como impulso básico y totalizador de ciertas categorías humanas. Al menos eso es lo que parece desprenderse de la narrativa que se viene trasminando hacia afuera de las grandes y lujosas oficinas de los mercaderes del gran dinero.
El proceso desregulatorio iniciado en los años setenta en la Norteamérica de Ronald Reagan y el Reino Unido de Thatcher abrió de par en par las inmensas puertas de la especulación desmecatada. El meollo de la presente crisis corrió al parejo de esta dañina práctica. Tal como afirma Vincenc Navarro, el economista de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y uno de los lúcidos críticos del neoliberalismo salvaje, en el periodo previo a los setenta, es decir, de 1945 a 1970, no hubo crisis alguna en los países centrales. Fue a partir de entonces que ha logrado identificar 130 perturbaciones y crisis financieras. Antes (45 a 70) no ocurrían porque el mundo bancario estaba regulado, a veces con fuertes medidas de control. Estaban vigentes los controles a los capitales, supervisión de la especulación y varias leyes adicionales que mantuvieron al sistema caminando con orden y repartiendo la riqueza generada con equilibrio. Bien demostrado está que el epicentro de la crisis radica en los abusos de los banqueros. No se les pude dejar manos libres para seguir rellenando sus balances con bonos basura, tampoco refugiándose en los paraísos fiscales o manejando instrumentos de altísimo riesgo que, por su monto, arriesgan la estabilidad completa de las economías, por fuertes que éstas sean. Es por eso que Warren Buffet los llamó las verdaderas armas de destrucción masiva
El desarrollo de la crisis en la eurozona ha puesto en evidencia las sinrazones que la generan y que impiden encontrar una salida justa. En su epicentro el asiento preferente lo ocupa la gran banca alemana (y francesa en tono menor) y su dominio sobre el Banco Central Europeo (BCE). Bien afirma Vincenc Navarro que el BCE es, en efecto, el lobby de los grandes capitales alemanes. Todo el esfuerzo de los rescates a Irlanda, Portugal, Grecia o España está orientado a salvaguardar las inversiones alemanas en los sistemas financieros de tan espoliados países. Fueron los bancos alemanes, por ejemplo, los que empujaron la burbuja del ladrillo (Irlanda y España) y el armamentismo griego que desbocó sus déficit. Fueron los centros financieros alemanes los que impidieron, por norma constitutiva del BCE, la adquisición directa de las distintas deudas soberanas a precios manejables. Fueron también ellos los que obligaron al BCE a prestar dinero sólo a través de los bancos privados de los distintos países que lo requerían. De esa manera trasladaban voluminosos beneficios a los accionistas bancarios que se servían del abultado diferencial, entre el costo por ellos pagado (menos de 1 por ciento) y el cobrado a las tesorerías de los distintos países (4 a 6 o incluso 7 por ciento) al absorber las deudas internas. Se calcula que, mediante este circuito perverso, acumulador e injusto, se inflaron las deudas en unos 350 mil millones de euros adicionales. En España, tal sobrecosto llega a unos 200 mil millones de euros. Ese dinero generado de la nada se quedó en las avarientas manos de la élite bancaria.
En México, las cifras de las utilidades bancarias durante el periodo panista son, por calificarlas de alguna manera, obscenas: unos 45 mil millones dólares en esa trágica docena de años. Los inversionistas extranjeros han recuperado, cuando menos, el doble de lo erogado por adueñarse de la mayoría de la banca nacional. El experimento ecuatoriano debía ser ejemplar. Allá se les ha impuesto a los bancos una contribución forzada (bono le llaman) sobre sus utilidades para evitar la indebida concentración e incremento en la desigualdad. Los países escandinavos mitigan la acumulación desorbitada a través de una escala impositiva que aquí sería juzgada incautatoria, un atraco descarado, un atentado contra la libre empresa y demás sutilezas conocidas. Pero la sociedad sueca, noruega y demás norteños europeos recibe a través del gasto público, los efluvios de un Estado que, ciertamente, es benefactor. Pero la avaricia no reconoce limitantes, ni aun los propios de la seguridad individual o de grupo. De ahí que las reformas estructurales, como la laboral, sigan un curso casi inevitable y depredador del bienestar colectivo.