a guerra contra el narcotráfico fue una guerra perdida desde el principio. No se entendió la naturaleza de los enemigos, el campo de batalla en el cual se movían, y las características de las fuerzas propias. Por sobre todas las cosas se eludió un debate central, cuya ausencia ha significado abonar aún más al desmantelamiento institucional del Estado mexicano. El debate central en México y en el mundo de hoy es cómo asegurar lo que el historiador francés François Furet denomina la sociabilidad democrática, es decir la relación de los ciudadanos con los poderes y de éstos entre sí.
Lo que los últimos tres gobiernos sexenales ni siquiera se preguntaron –menos aún respondieron– fue con qué arreglos institucionales sustituir al Estado de la Revolución Mexicana es decir a un estado sustentado en un exacerbado presidencialismo, un sistema de partidos con un partido hegemónico y la primacía de las reglas informales sobre las reglas formales.
La ausencia de estos arreglos institucionales está determinada por la forma misma de la transición mexicana. Este término tan usado y desusado en los debates políticos contiene tres procesos que, por lo demás, marcan al conjunto de los países latinoamericanos: la transición de regímenes dictatoriales o autoritarios a regímenes de democracia acotada; la transición de estilos de desarrollo relativamente cerrados basados en los mercados domésticos y una fuerte presencia de empresas estatales a otros volcados al mercado externo y con una pretensión (no cumplida) de operar a través de mercados competitivos; y finalmente el desmoronamiento del bloque soviético y la crisis, no resuelta aún, de la socialdemocracia europea.
Esas transformaciones, a su vez, estaban enmarcadas en un debate anterior que inició el reporte de la Comisión Trilateral en 1975.
Como planteó en su momento Fernando Danel el teorema de la ingobernabilidad enunciado en ese texto partía de la constatación que “una neta discrepancia entre reivindicaciones y problemas (la inflación de poder) y las soluciones factibles (gobierno débil) establece una intensa y difusa crisis de racionalidad política definida como ingobernabilidad: se trata de una crisis en la forma de socialización en el Estado… cuando el sistema político… se enfrenta con un incremento descontrolado de las demandas e iniciativas que no puede procesar oportunamente…” (1988, Siglo XXI: 307-08).
Pero reconocer la necesidad de modificar el contexto en el cual el poder del estado se enfrenta a una sobrecarga de demandas para las cuales las capacidades de gobierno están limitadas puede transitar por vías distintas.
La vía que se siguió con distintas intensidades en los últimos 18 años se expresó en políticas sociales individualizadas, reformas democráticas acotadas, barreras de entrada a la competencia política y abierto rechazo activo contra toda forma de expresión ciudadana no enmarcada en los estrechos canales de una competencia electoral fuertemente regulada. A veces se expresó en represión directa pero sobre todo se ha tratado de construcciones discursivas que buscan disuadir la participación ciudadana tanto criminalizándola como tratando de banalizarla.
Aquí se encuentra la verdadera guerra perdida: una guerra que empezó en el discurso y ha culminado en medio de la pérdida de territorios y de muchísimas vidas humanas en manos de grupos de criminales organizados, en contra de la participación ciudadana.
Por todo lo anterior aumenta la importancia de movimientos como el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) encabezado por Javier Sicilia y el movimiento estudiantil #YoSoy132. Estos movimientos prefiguran otra vía para afrontar la disfuncionalidad entre demandas ciudadanas y capacidades limitadas del Estado: incrementando las capacidades del Estado y estableciendo otro tipo de intervenciones estatales. Esta vía supone recuperar la confianza social.
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