l jueves pasado el presidente egipcio, Mohamed Morsi, cesó al fiscal del Estado, Abdel Maguid Mahmud, a quien se responsabiliza de haber absuelto a funcionarios de seguridad del antiguo régimen imputados por asesinatos y atropellos; ordenó que se volviera a procesarlos; amplió en dos meses el plazo que tenía el comité constituyente para redactar una nueva carta magna y abolió la potestad del Poder Judicial para derogar cualquier disposición del Ejecutivo.
Tal conjunto de medidas, que a primera vista parecen orientadas a contrarrestar el poderío de que aún gozan representantes del viejo régimen en las instituciones públicas, ha sido visto desde los sectores laicos y progresistas como intento de crear condiciones propicias para la redacción de una constitución de tintes islamistas. Cabe recordar que el mandatario pertenece a la integrista Hermandad Musulmana, la cual tiene por objetivo la instauración de una república islámica en el país.
En la plaza Tahrir, escenario a comienzos del año pasado de las protestas multitudinarias que derribaron al régimen de Mubarak, han vuelto las protestas de quienes ven en las medidas de Morsi un ensayo de restauración del viejo autoritarismo despótico que caracterizó a sus antecesores, y se han suscitado otra vez choques entre las fuerzas del orden y los manifestantes.
El hecho es que, en la manifiesta e intensa disputa por el poder que tiene lugar en las cúpulas institucionales entre los antiguos fieles al fallecido Hosni Mubarak y los fundamentalistas que ganaron las pasadas elecciones presidenciales, es notoria y desoladora la ausencia de una representación de esa ciudadanía que se movilizó hace casi dos años para poner fin a la dinastía de políticos y militares establecida hace seis décadas por Gamal Abdel Nasser.
Los acontecimientos referidos muestran en forma descarnada las formidables dificultades que enfrentan los nuevos gobernantes egipcios para socavar el poder de los representantes del viejo orden y exhiben, al mismo tiempo, la orfandad programática y organizativa del movimiento ciudadano que derrocó a Mubarak y que en lo sucesivo ha venido asistiendo, desde la marginalidad y la dispersión, al reparto del poder entre la cúpula militar, el integrismo musulmán y los remanentes de la vieja burocracia.
Morsi ha insistido en que su paquete de medidas autocráticas tiene vigencia temporal y que quedará sin efecto en cuanto el país cuente con una nueva constitución. Por desgracia, en la historia universal de las transformaciones sociales y de las revueltas contra el poder ocurre con frecuencia que, como reza el proverbio francés, sólo lo provisional dura.