Segundo error
de diciembre
Mandos rebasados
Giro, en 48 horas
MAO y Mondragón
uarenta y ocho horas después, todo pareció lo que siempre había sido (hasta el sábado negro sexenalmente inaugural). Gritos, consignas, pancartas, proclamas, denuncias, enjundia y creatividad, entre la maraña de vigilancia integrada por agentes encubiertos, infiltrados e informantes, policías uniformados, escudos y toletes preventivos. Sin incidentes ni destrozos. Cero violencia.
Una marcha enérgica, plena de convicciones, dolida por detenciones injustas, contenida apenas por cordeles y tiras plásticas por los lados, con policías auxiliares de fosforescentes chalecos que a prudente distancia iban abriendo camino, una fila lateral de agentes con cascos y escudos que caminaba al paso de los manifestantes y decenas de patrullas y camiones de transporte policiaco a la retaguardia. Del Ángel al Zócalo, sin que se reprodujera ni una pizca del vandalismo del primero de diciembre recién pasado.
¿Cómo pueden tenerse resultados tan distintos, en materia de orden público, si los manifestantes fueron en esencia los mismos (aunque esta vez en menor número) y las fuerzas públicas también? Tal vez la respuesta esté en el único ingrediente que cambió en esa fecha trágica: los mandos políticos y policiacos.
El sábado de la violencia extrema las corporaciones policiacas se mantuvieron descontroladamente fluctuantes entre la displicencia que prefería ver o saber de extraños destrozos sin decidirse a montar cuando menos sacrificadas barreras de protección y la agresividad de resortes poco claros que llevaba a golpear y detener en redondo, muchas veces sin justificación (de ambos casos fue testigo directo un astillador andarín que lo mismo vio decenas de policías inmóviles, instalados en un callejón, a 50 pasos del Sanborns a un lado de Bellas Artes donde comenzó el ataque abierto a firmas emblemáticas, sin recibir órdenes de establecer una línea de protección como –casi– siempre sucede, que a otros policías de pronto catapultados contra manifestantes que les hostigaban y también agredían pero a los que toleraban sin más, hasta que de pronto una chispa extraña los lanzaba al frente, pescadores en busca de llenar canastas de cuota, con jefes complacientes o cuando menos rebasados).
Fueron dos momentos claramente definidos. Uno, en San Lázaro, adonde fueron grupos juveniles decididos a enfrentarse al poder público, cargados muchos de ellos de genuino rechazo a la institucionalidad, cansados de ver el mismo circo político que les causa náusea, provenientes de rupturistas fuentes ideológicas y deseosos de desahogar frustraciones e ira contra el aparato, el sistema.
La segunda etapa, al dejar San Lázaro y encaminarse al Zócalo, tuvo ya una presencia extraña, decidida a causar explícitos daños a mobiliario público y a inmuebles de gran renombre. Tal vez el punto está en los porcentajes: un tanto de legítima irritación popular insurrecta que por sabida y anunciada debió haber sido materia de prevención y control gubernamental con inteligencia; otro tanto de provocación montada desde los sótanos alineados con Peña Nieto pero deseosos de manejarlo con más soltura al satisfacer su vocación represora anunciada en la Iberoamericana (la complicidad es el pegamento fundamental de esas élites), y otra parte adjudicable a un factor que de tan conocido pareciera esfumarse a la hora de los análisis que por la naturaleza del asunto prefieren tejer en ámbitos más elevados y complejos: en realidad, el equipo peñanietista se ha conducido con una proclividad al equívoco que hasta ahora ha perjudicado sus inmediatos intereses (por dar ejemplos: los jaloneos y zigzagueos en materia de reformas legislativas, los 15 minutos con Obama, la convocatoria fallida a la firma del Pacto por México antes del 1º de diciembre, la toma de protesta a su gabinete de seguridad sin haber rendido la propia; por cierto, ¿debería repetir el procedimiento?).
La hipótesis del criminal Segundo Error de Diciembre tiene sustento (el primer error
fue en 2004, con la gran devaluación que Carlos Salinas quiso enjaretar como culpa a la administración entrante, la de Ernesto Zedillo). Las primeras horas del sexenio fueron dedicadas a instalar un gabinete de seguridad cuyos mandos fueron tomados en transición por el absolutamente previsto estallido en las inmediaciones de San Lázaro. Manuel Mondrágón y Kalb quedó como recién llegada pieza floja de la maquinaria que horas antes ¿manejaba? entre complicidades transexenales Genaro García Luna. Y la policía capitalina osciló ese sábado entre la represión abierta y el pasmo. Mondragón y Kalb no manejó ni controló a las fuerzas federales y tampoco a las capitalinas que en función de las circunstancias estaban bajo su coordinación y a las que conocía plenamente.
Miguel Ángel Osorio Chong, como vicepresidente político, tampoco pareció tener información de los grupos extremos en contienda (disponible en las redes sociales). La dupla que forma el Sexenio de Hidalgo, es decir, el propio MAO y Jesús Murillo Karam, a pesar de tener experiencia previa y ahora mando institucional sobre grupos, informantes y provocadores, pareció rebasada por circunstancias que por responsabilidad oficial debería conocer, prever y contener con sensatez política. De lo sucedido el sábado deben responder Mondragón y Kalb, MAO y, en caso de protegerlos y sostenerlos (lo que es totalmente previsible), el jefe de ellos. Por cálculo provocador o por incapacidad se produjo un escenario de violencia que debería llevar al par mencionado a la renuncia, cuando menos.
Mientras tanto (luego de ese sábado oscuro en que los recién llegados no supieron qué hacer o no quisieron hacerlo), 48 horas después, ya asentados los nuevos funcionarios, sin la presencia de la policía federal demostradamente protectora de porros que paseaban frente a los agentes amistosamente, la policía capitalina volvió a ser más o menos la de siempre, y las manifestaciones de protesta también. Así fue el segundo error de diciembre. Todo vuelve a parecer lo de antes (aunque en realidad, ya no lo es). ¡Hasta mañana!
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