l presidente de Estados Unidos, Barack Obama, nominó ayer al ex senador republicano Chuck Hagel para ocupar el Departamento de Defensa, en sustitución de Leon Panetta, y al actual asesor antiterrorismo de la Casa Blanca, John Brennan, para desempeñarse como nuevo director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), tras la salida de David Petraeus. Con estas propuestas, Obama perfila completar los cambios a su gabinete para enfrentar su segundo periodo presidencial: días antes, el propio mandatario había postulado al senador por Massachussets, John Kerry, como su nuevo secretario de Estado, en sustitución de Hillary Clinton.
Particularmente simbólicos resultan los nombramientos de Kerry –quien ha sido crítico de la política estadunidense hacia Cuba y ha manifestado interés en acercar a Wa-shington con gobiernos progresistas latinoamericanos, como el venezolano– y de Hagel –veterano de guerra, crítico de la cercanía de Estados Unidos con Israel y de la guerra en Irak emprendida por George W. Bush–, pues se presentan como muestra de la voluntad política del actual mandatario para dar un viraje, así sea moderado, en los terrenos diplomático y militar, rubros en los que la administración Obama tuvo un desempeño decepcionante durante el pasado cuatrienio. Asimismo, con las nominaciones de Hagel y Brennan –un republicano y un político independiente
– el mandatario estadunidense envía a sus opositores un gesto de distensión y busca eliminar consideraciones de índole partidista como posibles obstáculos a la ratificación de los funcionarios.
Sin embargo, tales consideraciones no garantizan una ratificación automática del Senado a las propuestas presidenciales. En el caso concreto del nominado secretario de Defensa, es de suponer que enfrentará las críticas e incluso la oposición de sus propios correligionarios a consecuencia de posturas como las referidas, pero también como resultado de la manifiesta voluntad de confrontación que ha caracterizado en semanas y meses recientes a los legisladores republicanos.
En el plano político esa postura quedó en claro con la determinación de descarrilar la candidatura de Susan Rice –representante de Washington ante la ONU– al Departamento de Estado. En lo económico, la misma intransigencia opositora quedó de manifiesto con las dificultades para aprobar en el Congreso un paquete de medidas que permitiera eludir el llamado abismo fiscal
, indefinición que mantuvo en vilo durante las últimas horas de 2012 y las primeras de 2013 a la opinión pública planetaria y a los mercados internacionales, de por sí afectados por la ausencia de perspectivas de recuperación económica en las naciones europeas en problemas.
La capacidad de presión y hasta de chantaje adquiridas por el conservadurismo estadunidense, de cara al inicio de la segunda gestión presidencial de Obama, obliga a recordar que si algo ha hecho posible la consolidación política de esos sectores, ampliamente derrotados en los comicios de noviembre de 2008, ha sido precisamente la indefinición y la conducta errática que caracterizaron el primer ciclo presidencial del actual mandatario.
En tal perspectiva, cabe preguntarse por las posibilidades reales de que Obama lleve adelante las partes más sustanciales de su programa de gobierno y pueda lograr, o cuando menos iniciar, la tan anhelada transformación política, económica y social de la superpotencia. Si esas tareas fueron obstaculizadas en el pasado cuatrienio por una combinación de intransigencia opositora, presión de poderes fácticos y autocontención y cálculo político-electoral del actual mandatario, ahora, cuando aparentemente se ha librado del último de esos obstáculos, Obama requerirá de habilidad política y fortaleza moral considerables para hacer lo propio con los dos primeros.