on la promulgación de la Ley General de Víctimas, avalada por el Legislativo en abril de 2012 y publicada ayer en el Diario Oficial de la Federación, el Estado mexicano corrige una de sus omisiones más graves de los últimos años, al proveerse de un mecanismo institucional que lo obliga a reconocer y reparar –por la vía económica, moral, jurídica y médica– los abusos y atropellos cometidos contra la población, ya sea por delincuentes o por las propias autoridades.
Dicho mecanismo habría sido innecesario en caso de que los encargados de la conducción del país durante los pasados seis años hubiesen cumplido a cabalidad con su mandato constitucional, empezando por la protección de la vida y la procuración del bienestar de las personas; si hubiesen diseñado, en consecuencia, una política de seguridad que priorizara la protección de la población y la pacificación del territorio nacional, y si se hubiesen sancionado, por principio y en forma enérgica, los atropellos cometidos por quienes supuestamente deben resguardar el estado de derecho. Por desgracia, durante el sexenio pasado esas facultades claudicaron ante la aplicación de una estrategia de seguridad inoperante y contraproducente que, lejos de pacificar el país, multiplicó y extendió la barbarie por todo el territorio y colocó a la población en una posición intermedia entre la violencia de las organizaciones delictivas y la de las fuerzas públicas.
Renuente a modificar esa estrategia, extraviada en sus propios laberintos discursivos y amparada en tecnicismos legales, la administración calderonista decidió vetar la referida ley, previamente aprobada por el Congreso, e impulsar una controversia constitucional en su contra, en lo que fue percibido como señal de mala conciencia ante su ineludible responsabilidad política por el cotidiano derramamiento de sangre en el país; como una vulneración a los procesos soberanos y al principio de separación de poderes, y como una muestra de indolencia frente a los reclamos de las organizaciones sociales que se movilizaron durante meses por la pacificación del país y por la justicia para las víctimas y sus deudos.
Ayer, en un acto oficial en Los Pinos, Enrique Peña Nieto corrigió la inaceptable defección de su antecesor, promulgó la referida ley y, si bien sostuvo que ésta sigue siendo perfectible
, reconoció la necesidad de contar con un marco legal que protegiera a la población afectada por los delitos y los atropellos. Considerando los antecedentes inmediatos, la postura presidencial constituye un saludable gesto de desagravio y de voluntad política a las organizaciones que han acompañado el proceso de elaboración de esta ley.
No obstante, es necesario que el avance registrado ayer en el plano político se vea reflejado en los hechos. Un aspecto fundamental que tendrá que ser atendido a la brevedad es el de la existencia de los recursos económicos y de la estructura administrativa necesarios para la implementación de la nueva ley, elementos sin los cuales ésta quedará reducida a letra muerta.
Pero acaso el complemento más importante de la recién promulgada normativa deba ser la concreción exitosa del viraje anunciado hace unas semanas por el propio Peña Nieto en la política de seguridad del gobierno federal. La información disponible pone en evidencia que, más allá del discurso oficial y de la cobertura mediática, la cifra cotidiana de ejecuciones y levantones no ha disminuido sustancialmente, y que el sexenio del político mexiquense ha tenido un arranque tan violento como lo fue prácticamente todo el ciclo presidencial de su antecesor. De persistir dicha tendencia, llegará un momento en que no habrá ley ni reforma que alcancen para revertirla.