os acuerdos de San Andrés Larráinzar, firmados por el gobierno nacional pero desde entonces no reconocidos, reconocen a los indígenas chiapanecos algunos derechos muy elementales, pero fundamentales. Su incumplimiento los mantiene en la situación aberrante de ciudadanos de segunda clase, desiguales ante la Constitución (la cual, dicho sea de paso, es violada diariamente y negada para todos los ciudadanos, pero eso es harina de otro costal). El reconocimiento pleno de sus derechos políticos, culturales, sociales, jurídicos por la Constitución, intentado con la Marcha Color de la Tierra, también repararía una injusticia aberrante, poniéndoles al menos en plan de igualdad con los otros jodidos de la tierra mexicana. Luchar por ambos reconocimientos es, por consiguiente, un deber elemental.
Eso plantea cómo concretar esa exigencia. ¿Con simples negociaciones con el gobierno masacrador en Atenco? ¿Con exhortaciones morales, ignorando su carácter y su política de clase? ¿Con comunicados, necesarios pero siempre insuficientes? ¿Con manifestaciones masivas que, por imponentes que sean, no bastan para modificar las políticas de gobiernos que saben que son impopulares y no respetan sino la fuerza? ¿O tratando de modificar esa relación de fuerzas entre los trabajadores, los oprimidos y explotados, en la que algunos declararon irresponsablemente cagarse justo antes de Atenco, donde la policía de Peña Nieto demostró que la misma era altamente favorable a la represión?
Para modificarla, es necesario también que muchos de los de abajo
modifiquen su visión del mundo, pues comparten las ideas de sus opresores y explotadores y la confianza en el sistema de explotación de los seres humanos por un puñado de capitalistas, no sienten solidaridad con los oprimidos, buscan sus intereses egoístas y se abstienen de luchar políticamente por un cambio social, desertando las urnas o votando por las sanguijuelas de los partidos conservadores, que son anticampesinos, antiindígenas, antiobreros, adversarios de la educación pública y enemigos de la nación, entendida ésta como la mayoría de su población.
El frente de los que resisten al gobierno desde la trinchera social está fragmentado. Tiene, en primera línea, a los comuneros guerrerenses mixes, amuzgos, nahuas y mestizos, que defienden su territorio con las policías comunitarias, elegidas en asamblea, y aplican la justicia de sus tribunales populares a los delincuentes (narcos, violadores, ladrones, violentos de todo tipo) al margen del aparato estatal oficial profundamente infiltrado por esos sectores. Se integra, además, con las decenas de millones de mexicanos que se movilizaron desde antes del fraude de 2006 y después del mismo, hasta el fraude reciente, en nombre de los derechos democráticos y del derecho a elegir, y sólo secundariamente (y no siempre, como en el caso de los #YoSoy132), detrás de un caudillo que los desviaba hacia la estéril vía electoral. Por último militan en ese frente de hecho, aún desorganizado, las decenas de miles de obreros que no están en Morena, sino por una organización política de los trabajadores, germen de un partido obrero independiente, así como las decenas de miles de indígenas chiapanecos de las Cañadas o de jóvenes de sectores urbanos marginales que siguen la otra campaña, inspirada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Cada sector necesita del otro, está condenado a trabajar conjuntamente con él, so pena del fracaso de todos. Ni las bases zapatistas en Chiapas pudieron durante años ganar la mayoría en ese estado, romper el cerco y lograr sus objetivos, ni las enormes movilizaciones por un cambio electoral pudieron evitar tres fraudes descarados sucesivos (1988, 2006, 2012) ni hacer cumplir la ley, ni las movilizaciones sindicales por sí solas y la resistencia heroica, por ejemplo, de los electricistas, pudieron preservar los puestos de trabajo ni hacer cumplir los fallos judiciales, ni la creatividad, abnegación y movilización de los #YoSoy132 lograron resultados tangibles, fuera de un mayor esclarecimiento de las conciencias en sectores más avanzados de las clases medias urbanas. Para no romperse los dedos al golpear, es necesario unirlos en un puño en el que el meñique sigue siendo un meñique y el pulgar un pulgar, pero que, en su conjunto, tiene un impacto muy superior.
¿Cómo superar los límites de una dirección que no es anticapitalista y dice querer una república amorosa –con los violadores y asesinos de Atenco o los jefes del narco, se supone? ¿Cómo sacar también de su aislamiento ciego a los indígenas zapatistas de Chiapas e incorporarlos a la lucha de un gran ejército que cambie México y reconozca sus derechos? Con la lucha común por objetivos comunes, discutiendo abierta y fraternalmente las diferencias y el camino a seguir.
Los puntos en los que se puede confluir y por los cuales se puede luchar conjuntamente son la conquista del reconocimiento de los acuerdos de San Andrés y de los derechos de los pueblos originarios, el fin de la guerra salvaje del narcoEstado, la liberación de todos los presos sociales y políticos, la depuración, a fondo, con control de la población en cada territorio, de las fuerzas llamadas del orden
, la extensión de la autonomía y la autogestión a todos los territorios donde sea posible, con un plan de conjunto y la solidaridad nacional, la defensa del campo con precios de garantía para reducir la emigración, la defensa de los bienes comunes y los recursos de la nación, como el agua o Pemex, un plan destinado a obtener la seguridad alimentaria, eliminando los transgénicos, la defensa y ampliación de la educación pública y la depuración de la misma de gente, como la rectora de la UACM, impuesta a dedo, la solidaridad con los países en lucha contra el imperialismo y con los sectores anticapitalistas de todo el mundo. El enemigo busca fomentar la desunión. Para vencerlo, hay que unirse pese a las diversidades.