Perspectiva
Insólita repatriación del oro alemán de EU: ¿qué saben que no sepamos?
Declaración de males
Macri y las ganancias
Estudian en Pekín el no circula
Muerte por agua
Bregar en contra de todas las tendencias nacionales
, pero seguir tomando el rábano por las hojas
n aplicación de la ortodoxia neoliberal que preconiza el principio de dejar hacer, dejar pasar
, el gobierno federal ha anunciado en días recientes que no se emprenderá rescate alguno de los estados y municipios que han incurrido en sobrendeudamiento e incluso en incumplimiento de pagos en los últimos meses. En la lógica de la administración encabezada por Enrique Peña Nieto, un salvamento semejante equivaldría a premiar
el manejo irresponsable de las finanzas públicas y sentaría un mal precedente para casos similares en el futuro.
Elogio de Posada
l artista que titula una de sus miles de obras El horrorosísimo crimen del horrorosísimo hijo que mató a su horrorosísima madre es, además de genial, el creador de la parodia del melodrama y la nota roja, los géneros del sentimiento popular más explotados por los comerciantes cínicos que degradan teatro, radio, cine y medios de comunicación.
l debate en torno al tema de la reforma de la Constitución es un fenómeno que tiende a ser permanente, por la sencilla razón de que nuestro máximo código político permite su adición o su reforma, no obstante que sigue habiendo quienes consideran que es una Constitución rígida
(según el paradigma, bastante antojadizo, de James Bryce). De acuerdo con el artículo 135 de la propia Carta Magna, ella puede ser adicionada o reformada
si lo decide el voto de las dos terceras partes de los miembros presentes de las dos cámaras del Congreso de la Unión y tiene la aprobación de la mayoría de las legislaturas locales. No pone ninguna limitación ni impone excepción alguna para reformarla. Estando a su letra, toda ella puede ser cambiada, siguiendo el procedimiento establecido.
casi dos meses de iniciado, el nuevo gobierno sorprendió a escépticos y entusiastas. Más que buscar una mayoría al gusto, como lo recomendaban exegetas y estrategas de la derecha, pareció optar por una ruta difícil de creación de acuerdos, que bien podría llevarlo a descubrir lo fundamental, que tiene que ver no sólo con la conformación del poder, sino con su ejercicio. Es decir, con el régimen político, cuyo cambio debería estar en el primer renglón de la agenda nacional y del gobierno. Lo que todavía no ocurre.
n estos días en que se han presentado demandas de amparo en contra de la nueva Ley Federal del Trabajo (LFT), un tema constante es el de si dicha ley es inconstitucional por violentar alguna de las disposiciones del artículo 123. En mi concepto, así es, sobre todo por la ruptura del principio de la estabilidad en el empleo, que constituye, sin duda alguna, una de las características más importantes del propio artículo 123.
os acuerdos de San Andrés Larráinzar, firmados por el gobierno nacional pero desde entonces no reconocidos, reconocen a los indígenas chiapanecos algunos derechos muy elementales, pero fundamentales. Su incumplimiento los mantiene en la situación aberrante de ciudadanos de segunda clase, desiguales ante la Constitución (la cual, dicho sea de paso, es violada diariamente y negada para todos los ciudadanos, pero eso es harina de otro costal). El reconocimiento pleno de sus derechos políticos, culturales, sociales, jurídicos por la Constitución, intentado con la Marcha Color de la Tierra, también repararía una injusticia aberrante, poniéndoles al menos en plan de igualdad con los otros jodidos de la tierra mexicana. Luchar por ambos reconocimientos es, por consiguiente, un deber elemental.
ace ya un buen tiempo –en febrero se cumplen 16 años– que Darcy Ribeiro cometió la suprema indelicadeza de dejarnos. Tenía 75 años. Fue antropólogo (decía que sus mejores tiempos fueron los pasados entre indígenas en la Amazonia), profesor, autor de ensayos polémicos, novelista, militante, vicegobernador de Río de Janeiro, donde creó un sistema de educación pública universal en régimen de tiempo completo. Antes del golpe militar de 1964, que instauró la dictadura que lo detuvo y luego lo exilió, fue jefe de gabinete, creó –junto a un equipo especialmente brillante de su generación– la Universidad de Brasilia, y fue su rector. Durante su largo exilio peregrinó por Uruguay, Chile, Venezuela, Perú, Costa Rica, México. Asesoró a Salvador Allende en Santiago y a Velasco Alvarado en Lima. Fue consultor distinguido de la ONU. Murió siendo senador de la República. Decía que era, en primer lugar, educador. Creo que 75 años es un tiempo demasiado corto para tanta vida.
stán en discusión pública varios aspectos de Petróleos mexicanos (Pemex), y nos ocupamos de algunas importantes. Se anuncia para este año la reforma energética.
l informar sobre el debate final de la campaña presidencial en Estados Unidos, The Wall Street Journal observó que el único país más mencionado (que Israel) fue Irán, al cual la mayoría de naciones de Medio Oriente ven como la mayor amenaza a la seguridad de la región
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uál cree usted que sea el principal reto económico y social que afrontará a partir de este lunes el relecto presidente Obama? ¡Sí, acertó! El del empleo. El persistente problema de empleo, que se complicó a partir de finales de 2007, aunque ya desde la primavera de 2006 habían surgido indicadores (crecimiento anual cada vez menor, por ejemplo) que llamaban la atención sobre la difícil evolución de los puestos de trabajo. Hoy sigue habiendo muchísimos estadunidenses que buscan empleos. Cierto, ya no son los poco más de 26 millones que lo hacían en la primavera de 2010, 15 millones porque no lo tenían y 11 millones por que les resultaba insatisfactorio.
in duda el personaje más conocido del notable grabador José Guadalupe Posada es la calavera conocida como La Catrina, que inmortalizó Diego Rivera en el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Nos enteramos por el historiador Agustín Sánchez González que el personaje era en realidad la india garbancera
, como se nombraba a las ladinas que querían ser gachupinas como sus patronas. Decía el versillo que la acompañaba: hay unas gatas ingratas, muy llenas de presunción y matreras como ratas, que compran joyas baratas en las ventas de ocasión
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igo soñando con la casa en el árbol que nunca llegué a tener. Lo más cerca que he estado de una de estas casas ideales fue cuando durante unos días del otoño pasado me detenía a contemplar una fotografía de tamaño natural (vista a cierta distancia) de la casa en un árbol en medio de un bosque con la que una tienda de artículos para excursionismo ocupaba su vitrina principal. Cómo se me antojaba treparme por el tronco y entrar a esa casa, de las dimensiones justas para contener una pequeña mesa debajo de la ventana, una silla y un camastro. Llamarla casa es una exageración, pero yo me veía pasar horas ahí sin carencias, quizá porque en ciertos estados en los que caemos los soñadores no tener los pies en la tierra nos permite estar bien al imaginar la vida más que al vivirla material y llanamente. Quién quiere un lavabo a esas alturas. Quién va a pensar en tuberías y conexiones y contratos. Allá, alguien como yo sólo se sienta a escribir, o se acomoda a leer o a divagar y no necesita nada más. Habrá un río cerca, sin duda. O el mar. Agua no faltará. Una cañada. La música te la procura la Naturaleza, es decir, ella y su séquito de seres vivos. También ofrece motivos para su contemplación. Incluso en la oscuridad. Y lo que hace sobre todo la Naturaleza es acompañar, de modo que solitario no llegas a sentirte, ni proscrito. La casa que digo era de madera, igual que su contenido, pero ignoro de qué árbol. Me compenetré tanto con esa madera que llegué a olerla. A veces olía a roble, a veces a caoba. Llegué a pasar la mano por el exterior de sus paredes, de su puerta, imaginariamente, por supuesto. Y, si cerraba los ojos, también recorría a tacto su interior. El piso. ¡El techo! Muy alta no era. Me llamaba la atención que de una de las ramas del árbol en el que esta casa estaba empotrada colgara una larga escalera de cuerda. Pero me intrigaba más que al pie del tronco descansara un baúl, negro, con chapa y refuerzos de plata. Era demasiado grande. Contuviera lo que contuviera, el contenido no cabría en la casa del árbol. Es más, un ocupante de esa casa no cargaría con nada que pesara más que su propia historia y preocupaciones. Estas cosas lo entretendrían lo suficiente para no requerir de otro entretenimiento. Lo enredarían lo suficiente sus propios nudos, los mismos con los que treparía hacia la casa precisamente para destrabarlos ahí dentro, a su entera holgura, si lo que quiero decir así se dice. En calma, sin prisa. Era una incongruencia, ese baúl, es decir, al pie del tronco del árbol entre cuyas ramas se encontraba asentada la casa, el tronco era su cimiento, con sus raíces. Cómo contemplaba la casa. Quien en esos momentos hubiera pasado a mi lado me habría oído suspirar, quien me hubiera observado más de cerca habría notado que, de tanto en tanto, corrían lágrimas por mi cara. No muchas, tampoco. Era cuestión de pasarles encima el dorso de la mano y se secaban de inmediato. Hacerse una casa en un árbol era cosa de niños. O de niñas, siempre que fueran niñas que se condujeran como si fueran niños, lo que no era mi caso. Nunca fui marimacha. No pasaría frío en esa casa, así estuviera nevando, así el viento la azotara a ella y su rumor azotara mi alma. Caminaba hasta esa tienda aunque me dolieran las piernas, subía la cuesta de la avenida con tal de pararme enfrente de la vitrina a contemplar la fotografía de la casa en el árbol. Admito que la presencia del baúl me molestaba, por más que diera realidad a mi sueño, pues el que no ve molestias en sus sueños, de las que no puede borrar, no sabe lo que es soñar. Las molestias, sobre todo las que no desaparecen aunque las barras o las restriegues con todas tus fuerzas, tienen algo que decir que hay que saber escuchar. Llegó a ser tan apremiante mi deseo de ver la casa del árbol que a veces no comía con tal de desplazarme hasta la tienda aquella y contemplar la fotografía en su vitrina principal. Un día me animé y entré a la tienda, incongruente como resultaría mi presencia al dependiente que se me acercó para ver qué necesitaba. Le pedí la fotografía de la casa en el árbol. Era indispensable que yo la tuviera a mi alcance. Pero el vendedor pareció no entender el idioma en el que yo me expresé, o la seriedad de mi petición, pues, tras mirarme con fijeza (¿o fue asombro?), me condujo a la salida y apenas crucé el umbral cerró la puerta a mi espalda.