yer, al poner en marcha la Cruzada Nacional contra el Hambre, el presidente Enrique Peña Nieto colocó ese problema entre las prioridades del debate nacional y del gobierno. Negó que el programa inaugurado sea asistencialista y lo describió como una estrategia integral de inclusión y bienestar social, un cambio estructural en materia de combate a la pobreza
. Por añadidura, el titular del Ejecutivo federal hizo ver que hasta ahora, cuando existen en el país de millones de personas en situación de carencia alimentaria, el Estado ha sido incapaz de garantizar el derecho a la alimentación, consagrado en el artículo cuarto de la Carta Magna.
Ante los propósitos delineados por la administración peñista es oportuno formular algunas consideraciones sobre los fenómenos sin duda exasperantes de la pobreza extrema y de la carencia alimentaria en el México contemporáneo.
Ha de señalarse, por principio de cuentas, que la generación de pobreza extrema y la ubicación de una parte de la población en situación de carencia alimentaria no sólo se explica por rezagos ancestrales ni por indolencia, ineficacia, insensibilidad y torpeza de las administraciones anteriores, sino, antes que todos esos factores, por la persistencia de un modelo político-económico que ha venido concentrando la riqueza nacional en unas cuantas manos y ha mantenido o multiplicado el número de pobres.
El hambre y las privaciones de amplios núcleos de población no deben verse, pues, como asuntos aislados; son la otra cara de la moneda del proceso de formación de emporios financieros, comerciales e industriales al amparo de las estrategias económicas en vigor desde hace cinco lustros: privatización de las empresas públicas, concesión de los servicios a cargo del Estado, socialización de las deudas privadas, contención salarial, ofensiva antisindical, desregulación de las relaciones laborales y de las normas comerciales, apertura incondicional y dogmática de los mercados –de los alimentarios, sobre todo– a los productores extranjeros, desmantelamiento de instituciones y mecanismos de bienestar social y de redistribución de la riqueza, aplicado todo ello en medio de una gran corrupción.
Si bien es cierto que las consecuencias sociales del modelo neoliberal se han traducido en un estrechamiento de los márgenes de gobernabilidad y en un auge sin precedente de la delincuencia organizada, las cúpulas del régimen político, ya fueran priístas o panistas, han cifrado su perpetuación en el poder en la existencia de grandes sectores marginados, pauperizados y hambrientos, los cuales han sido, para colmo, degradados a la condición de ejércitos electorales de reserva. Esa táctica de utilización de la pobreza con fines electorales fue aplicada durante el sexenio salinista mediante el programa Solidaridad, que consistía en repartir, lista nominal en mano, dádivas en las regiones más afectadas por la pobreza, a fin de asegurar sufragios masivos en favor del partido en el poder. La práctica se ha mantenido básicamente intacta desde entonces; fue adoptada por los gobiernos panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón, y el Revolucionario Institucional recurrió a ella en forma masiva y notoria durante el proceso electoral del año pasado.
En suma, el hambre de millones de mexicanos ha sido un gran negocio para unos cuantos y ha sido utilizada por un sector de la clase política para perpetuarse en el poder y mantener, a lo largo de un cuarto de siglo, el mismo modelo económico y político.
Para erradicar el hambre o cuando menos reducirla en forma significativa no basta, en consecuencia, con formular programas gubernamentales. Se requiere de un viraje en la doctrina económica oficial, a fin de anteponer las necesidades sociales mayoritarias a los intereses de los poderes fácticos empresariales y de una verdadera voluntad política para abstenerse de la utilización electorera de los más desfavorecidos, así como aceptar que se ponga en juego, en las urnas, la permanencia o el fin del modelo neoliberal, el cual sigue orientando las políticas económicas oficiales.