as políticas públicas persiguen un objetivo declarado. El Pacto propuesto por el nuevo gobierno contiene 95 puntos que, supuestamente, están articulados de modo que se alcanzará un mayor crecimiento económico, con más empleo, bienestar general y renovación del marco institucional. La congruencia de esos puntos es un asunto clave y, por ello, motivo de debate y, aun, de confrontaciones.
El acomodo entre las distintas partes involucradas reclama la creación de acuerdos sostenibles, pero es por eso mismo una fuente de fricciones. No es lo mismo, desde la postura empresarial echar para adelante la apertura de la inversión en Pemex, que aceptar una reforma tributaria que merme los ingresos.
Y se trata no sólo de los ingresos de esos inversionistas, sino del mismo gobierno que recibe una tercera parte de los recursos de los que dispone de la petrolera. Esos recursos tendrán que sustituirse de modo efectivo pues representan ahora una renta imprescindible.
En el terreno financiero se propone reducir las tasas de interés y aumentar el nivel del crédito sobre todo a pequeñas y medianas empresas. Y en este caso se puede ir desde la fijación de esas tasas mediante un tope, hasta modificar las condiciones del funcionamiento del mercado financiero en conjunto.
Incluso se pueden volver a establecer cajones de crédito como existían hace más de 30 años en el país. Pero todas esas formas de intervención acarrean costos que pueden ir en contra del objetivo planteado originalmente. La arquitectura del sistema financiero no es la más propicia para impulsar la expansión del producto, sobre todo en una economía tan desigual como esta.
Así podría repasarse todo el contenido del pacto para analizar su estructura y congruencia, pues los asuntos que abarca son de naturaleza muy distinta.
De tal manera que detrás de un pacto como el que se ha propuesto tiene que haber un planteamiento de escenarios que sirva para establecer las relaciones de influencia positiva o de obstáculos entre las diversas partes. Esos escenarios deben contar con estimaciones cuantitativas de los procesos involucrados y las metas que se han establecido.
Después de todo, muchas de las consecuencias del pacto pueden cuando menos estimarse y establecer los rangos de los efectos esperados. También deben ajustarse al Presupuesto Federal aprobado por el Congreso. Además, se supone que en un entorno de transparencia como el que se ha ido creando (y a pesar de las vergüenzas del Ifai) los ciudadanos debemos poder comprobar que las medidas gubernamentales y, especialmente, su ejecución consiguen los propósitos fijados y en los tiempos establecidos. Después de todo el pacto se ha planteado de una manera muy ambiciosa.
Pero los escenarios detrás del pacto tienen también, por necesidad, un componente discursivo que es igualmente relevante. Se trata de la narrativa de las acciones del gobierno, de cómo ésta se estructura y cómo se presenta públicamente. Esta es una parte muy relevante del quehacer político y la ausencia o limitación de la narrativa puede mermar su contenido formalmente democrático.
Es claro que los escenarios a los que nos referimos no se limitan sólo a las condiciones internas, aunque éstas son las relevantes en cuanto a los resultados que se obtengan. La economía mexicana está muy abierta en ciertos sectores y sigue siendo muy cerrada y poco competitiva en otros. Esta dicotomía impone límites a los objetivos del pacto.
La estructura industrial que se ha creado desde mediados de la década de 1990 significa que las exportaciones —que se han acrecentado de manera notoria– están vinculadas a procesos productivos externos, sobre todo en Estados Unidos. Esa es una ventaja que depende de la dinámica de aquel mercado.
Un aspecto de la situación económica mundial, marcada por la crisis desde 2008, es el de la relocalización de las manufacturas. Esta se asocia con los cambios en la productividad y las variaciones en los costos de la energía y del transporte. Las ventajas que tiene México deben negociarse para sacar un mayor provecho interno y no depender pasivamente de las decisiones que se toman fuera en los corporativos. Así mismo debe atenderse a los cambios en los precios relativos de las monedas y las ventajas que se buscan con la depreciación, como ocurre ahora con Japón.
Una vez más debe tenerse en cuenta que hay una contraposición entre los sectores exportadores y los que dominan el mercado interno en condiciones de muy poca competencia: telecomunicaciones (telefonía, televisión, radio), producción de cemento, sector financiero, partes del sector alimentario y otros.
Lo que se observa en la economía mexicana es que hay una divergencia grande y creciente entre los precios de los productos que no se comercian con el exterior y aquellos que sí se comercian. La ventaja para quienes tienen control del mercado interno es muy grande en términos de rentabilidad.
Se trata, entonces, de que un pacto como el que se ha propuesto tiene que arreglar de modo estratégico la conformación de la estructura productiva y del control de mercado existente. La protección no es un tema del pasado, todos los países la utilizan para alcanzar los niveles de producto y empleo deseados. Pero la misma globalidad impone formas de establecer esa protección y, de preferencia, con una elevación de la productividad que se exprese en mejores condiciones de creación de ingreso e inclusión social en los procesos de creación de riqueza.