n una audiencia celebrada ayer en la base militar de Fort Meade, Estados Unidos, el soldado Bradley Manning, preso desde 2010 por haber filtrado documentos militares y diplomáticos de Estados Unidos a Wikileaks, se declaró culpable de 10 de los 22 cargos que se le imputan –los de menor gravedad–; rechazó, entre otras, la acusación de haber ayudado al enemigo
, la cual podría derivar en una condena a cadena perpetua, y habló por primera vez de los motivos que lo llevaron a transferir información confidencial del Pentágono y el Departamento de Estado a la organización fundada por Julian Assange: el marine, de 25 años, adujo la importancia de que la opinión pública conociera el desprecio por la vida
con que algunos soldados estadunidenses ejecutaban ataques en Irak o Afganistán y los abusos de la guerra
cometidos en esos países, a efecto de encender un debate en casa sobre el papel del ejército y la política exterior en general
.
Con independencia de que la estrategia de defensa de Manning resulte o no exitosa –el objetivo de sus abogados es negociar la menor condena posible para su cliente–, el hecho mismo de su encarcelamiento y enjuiciamiento es indicativo de la enorme incongruencia que afecta al sistema de justicia de Estados Unidos.
Incluso sin desconocer que Manning sería responsable de diversas faltas a los códigos militares que había jurado obedecer –que vulneró en aras de un interés ético y democrático irreprochable–, resulta injustificable el ensañamiento en su contra por las autoridades del vecino país, quienes lo han sometido a un régimen carcelario que es, en sí mismo, una forma de tortura.
Por añadidura, la posibilidad de que Manning sea condenado por difundir información sobre diversas atrocidades cometidas por Washington contrasta con la impunidad de que gozan los autores materiales e intelectuales de actos de barbarie, como el ataque perpetrado el 12 de julio de 2007 en Bagdad por la tripulación de un helicóptero Apache contra el reportero de la agencia Reuters Namir Noor-Eldeen y 10 personas más; las múltiples torturas en la prisión de Abu Ghraib y en otras cárceles controladas por el Pentágono; la eliminación de sospechosos en puestos de control; el ocultamiento de miles de muertes y el asesinato de civiles a manos de tropas invasoras.
La persecución emprendida por el gobierno estadunidense contra quienes han tenido el valor de hacer públicos la barbarie y los abusos cometidos al amparo del poder planetario resulta particularmente grotesca si se toma en cuenta que la principal amenaza a la paz mundial y a la seguridad de los estadunidenses dentro y fuera de su territorio no son las filtraciones realizadas por Mannning ni la información difundida por Wikileaks, sino el espíritu bélico y la arrogancia imperial –generadoras de rencores históricos que fermentan, a su vez, en ataques contra objetivos estadunidenses en el mundo– y el deterioro político, jurídico y humano en que se encuentra sumergido Washington.
El ensañamiento sobre Manning es emblemático, en suma, en la medida en que desacredita los intentos de Estados Unidos de presentarse como defensor mundial de la paz, la legalidad, la democracia y la seguridad mundiales y lo exhibe, en cambio, como un gobierno que usa facciosamente la protección de la seguridad nacional
para ejercer el poder en forma autoritaria y discrecional y para perseguir expresiones de libertad y transparencia.