La Copa Confederaciones, que arranca este sábado, pondrá a prueba avances de su selección
Viernes 14 de junio de 2013, p. a40
Brasil tiene poco más de 190 millones de habitantes. Entre ellos hay alrededor de 80 millones que, a juzgar por su actitud y sus comentarios, se consideran técnicos altamente especializados en futbol. Es de los pocos países del mundo en que este deporte, más que pasión nacional, es un culto místico. De los pocos en que existe un número considerable de mujeres que saben perfectamente lo que es un fuera de lugar, y que discuten de igual a igual con árbitros, entrenadores, jugadores, comentaristas y analistas.
En ese escenario empieza, el sábado 15, la Copa Confederaciones, que cada dos años reúne a los seis campeones continentales, más el país sede y el campeón del pasado Mundial. Una especie de previa de lo que podrá ser –o no– el Mundial del año que viene.
El partido inaugural será en Brasilia, y tendrá a Japón y Brasil en el césped nuevito del Estadio Nacional. En realidad, el nombre del estadio es Mané Garrincha, en homenaje al genial ángel de piernas chuecas que alumbró al mundo en los Mundiales de 1958 y 1962, cuando Brasil se consagró bicampeón. La rigidez draconiana de la FIFA, sin embargo, determina que ningún estadio del Mundial puede tener nombre de quien sea, atleta o no. Así que, al menos por ahora, el Mané Garrincha deberá ser tratado como Estadio Nacional, cosa que no hará ningún aficionado. Porque, entre otras tantas características, el brasileño no suele ser disciplinado.
Con el nombre que sea, el estadio de la capital es considerado especialmente bello, y más vale así. El presupuesto para su reforma, que estaba previsto en 350 millones de dólares, cerró las cuentas en 650 millones. Un aumento de 86.8 por ciento con relación a lo que se anunció cuando empezaron las obras.
A propósito, parece que en Brasil es más barato construir un estadio que reformarlo. El Maracaná, donde el 30 de junio se disputará la final de la Copa Confederaciones, quizá el más místico de los estadios de futbol en todo el mundo, requirió otros 600 millones de dólares para ser reformado. Poco menos que el doble de lo previsto, pero hay un dato que merece atención: transformado en valores de hoy, construir el Maracaná para el Mundial de 1950 costó mucho menos de 320 millones de dólares. Cuando fue inaugurado, el Maracaná abrigaba hasta 200 mil personas. Reformado podrá recibir como máximo 79 mil.
Los brasileños, en todo caso, no parecen especialmente preocupados con esa clase de cuestión. Primero, porque están todos bien acostumbrados a que, cuando se trata de obras públicas, los presupuestos anunciados son, invariablemente, meras piezas de ficción. Y segundo, porque bastantes preocupaciones provoca la selección.
Es siempre lo mismo, en vísperas de cualquier torneo importante. Y también es verdad que, en esas ocasiones, la reacción inicial es una cierta indiferencia, algo así como ‘‘ya veremos qué ocurre, pero mejor no esperar demasiado’’. Luego, cuando todo empieza de verdad, saltan de todos lados los millones de especialistas, siempre dispuestos a indicar al técnico todas las estupideces que está cometiendo y, claro, presentando sugerencias obvias y milagrosas. Y rompiendo el alma para empujar al equipo, claro.
En esa Copa Confederaciones, Brasil quedó en el grupo A, junto a Japón, Italia y México. En el otro, el B, están España, Uruguay, Tahití y Nigeria. Se supone que cada grupo esté integrado por dos selecciones fuertes y dos meras figurantes. En el grupo B, España y Uruguay serían las fuertes, y las otras dos simples figuras de reparto.
En su grupo, Brasil tiene la responsabilidad de ser la gran estrella, al lado de Italia. Sería la lógica. Pero, más aún que de futbol, cuando de una selección brasileña se trata, la lógica muchas veces se hace absolutamente ilógica.
Luis Felipe Scolari, Felipón, entrenador de humor escaso y paciencia ínfima, esta vez parece bastante cambiado, insólitamente tranquilo. Al menos, hasta ahora. Asumió el puesto hace poco más de seis meses, ocupando el lugar que durante dos años fue de Mano Meneses. Para esta copa, el responsable por el equipo que conquistó el Mundial de Japón y Corea, en 2002, reunió un grupo que sorprendió a todos, y no exactamente por demostrar un criterio fácilmente comprensible a la hora de elegir sus integrantes.
Es una selección que, en su conjunto, cuenta con escasa experiencia en mundiales. Además, casi no tuvo tiempo para preparar lo que sería un equipo efectivo y no una mera reunión de talentos que poco jugaron juntos. Felipón trata de insinuar que perder ese torneo no sería el fin del mundo. Lo que importa es el Mundial del año que viene.
En parte, tiene razón. Al aceptar una vez más el puesto de entrenador de la selección, aceptó una circustancia desafiante: armar un equipo ideal en menos de dos años. La Copa Confederaciones, por lo tanto, es la única oportunidad de poner a prueba, en términos de competición real, su estrategia, antes de la prueba definitiva, el Mundial de 2014.
Si la selección fue armada de forma apresurada y con poco tiempo de preparación, exactamente lo mismo ocurre con las ciudades que, dentro de un año, recibirán los partidos del Mundial.
Toda la planificación anunciada con pompa y circunstancia en 2007, cuando Brasil fue elegido para realizar el Mundial de 2014, quedó en los discursos. Los estadios están listos, es verdad. Todo lo demás es, en el mejor de los casos, un desastre. Y, en el peor de los casos, caótico. Aeropuertos, carreteras, estructura urbana, son un retrato minucioso y fiel de que el país está lejos de estar preparado para hospedar a una Copa del Mundo.
La estructura urbana de Brasilia, por ejemplo, prevé como obra principal un corredor exclusivo para buses entre el aeropuerto y el centro de la ciudad. Tiene que estar terminado en junio de 2014. Las obras recién comenzaron. El aeropuerto también reclama reformas. Las obras empezaron en octubre del año pasado y su término está previsto igualmente para junio de 2014. Tan veloz es su ritmo, que todo sigue igualito a cuando empezaron.
Los aeropuertos brasileños, a propósito, son una especie de verdugos de la paciencia de los viajeros. El Galeao, de Río, quizá el peor del país, desde 2011 ostenta carteles anunciando reformas. El presupuesto previsto ronda los 450 millones de dólares. La promesa de transformarlo en algo decente tiene plazo: abril de 2014. Faltan seis meses, y de lo anunciado recién se cumplieron 30 por ciento. A esa velocidad de torneo de tortugas nadie apuesta un centavo a que todo estará listo a tiempo.
No hay ferrocarriles, el tránsito en las ciudades suele presentar –especialmente en Sao Paulo– embotellamientos que alcanzan una extensión total de 200 kilómetros.
Bueno, queda la osada belleza de la arquitectura de Oscar Niemeyer en Brasilia, la pujanza metropolitana de Sao Paulo, la maravilla de la naturaleza en Río de Janeiro. Hay encantos y buena atmósfera humana en el país. ¿Servirá para mitigar todo lo demás?