omo chubasco mañanero, nos cayeron las cifras sobre el desempeño económico nacional. Por más exorcismos que se echaron y campanas que se repicaron con la llegada del nuevo sol, la realidad se impuso sin contemplaciones. Según Merrill Lynch, la economía nacional no crecerá este año más allá de 2.5 por ciento, mientras otras consultoras privadas deshojan sus margaritas y no ven que el crecimiento anual pueda rebasar el 3 por ciento pronosticado por el Banco Mundial.
No sólo con la Iglesia hemos topado, sino con el reino maltrecho de los bienes terrenales. El martes pasado, El Economista le inyectaba dramatismo al drama: Mayo negro para los nuevos empleos
, cabeceaba el diario, informándonos de la caída en la creación de plazas en los primeros cinco meses del año. Entre enero y mayo de 2010, consigna, se generaron 427 mil 500 empleos; en el mismo periodo de 2011 se bajó a 321 mil y en 2012 se ascendió a 381 mil 200. Este año apenas se llegó a 292 mil 895 empleos, una disminución de poco más de 88 mil plazas respecto del año anterior y de más de cien mil respecto de 2010. El de este año ha sido, agrega la nota, el nivel más bajo de creación de empleos desde la crisis de 2009.
Resulta pueril el empeño patronal por explicar lo que ocurre con el empleo, aludiendo a que la reforma laboral carece de la reglamentación adecuada. Sea así o no, lo que hay que reconocer antes de que las calles de Bucareli se acerquen a los panoramas del pasado libanés, es que con leyes buenas y virtuosas o sin ellas la clave del empleo sigue siendo, no puede ser de otra manera, el ritmo de crecimiento de la actividad económica y que, como se dijo, ésta no sólo se mantiene por debajo de lo mínimamente necesario, sino que su dinámica ha disminuido como consecuencia del comportamiento hostil de dos variables fundamentales: el crecimiento de la economía estadunidense y la evolución del gasto público.
Los avances indudables en la industria de exportación, en especial la automotriz, no son ni serán suficientes para jalar al resto del cuerpo productivo nacional y los servicios aledaños a un desempeño promisorio. Sin introducir mediaciones en la cadena que nos liga de modo tan directo e inmediato con la dinámica estadunidense, no es posible compensar sus caídas y oscilaciones. Por esta razón, la demanda interna es indispensable, aunque en vez de estimularla la autoridad parece empeñada en mantenerla quieta, cuando no frenarla, como se ha hecho en estos meses negros con el subnormal subejercicio del gasto público.
No se trata de un simple sube y baja o de tocar el violín de la macroeconomía. Lo que una vez más está en cuestión es el tema de fondo: el desperdicio del factor humano, nuestra fuerza productiva más abundante, cuyas potencialidades inmediatas sólo pueden materializarse en el trabajo, en su calidad y remuneración. Y es aquí donde reaparece el espectro maligno de una costumbre impuesta desde el poder, centrada en el control estricto y absoluto del crecimiento, so pretexto de resguardar la estabilidad, combatir la inflación y defender el peso.
La preocupación de moda es la productividad y los expertos no dejan cábala viva cuando de ella hablan. Sin embargo, para empezar, lo que habría que medir es lo mucho que se pierde por tantas horas hombre no ocupadas, así como por la enorme cantidad de mexicanos que se ven lanzados a la informalidad laboral porque la economía no crece y por ello no gesta oportunidades de empleo productivo y protegido.
Si reponemos la carreta detrás de los cansados caballos del hipódromo económico nacional, tendríamos que convenir en que primero es la reactivación de la economía así como su sustentación en el tiempo. Para esto no hay varitas mágicas como la de la competencia que a todos nos hará libres, eficientes y buenos. Sólo puede haber crecimiento y empleo con inversión; y en las actuales circunstancias de México y el mundo, esta condición sólo puede empezar a cumplirse si dejamos que la mano del Estado se vuelva visible, tangible y creíble.
Entonces podrá venir el concurso de los privados, a quienes la mano invisible de un mercado maltrecho mantiene en estado de hibernación y sin otra iniciativa que no sea la del reclamo imparable de prebendas y privilegios para mantener y ampliar los que ya tienen. Y aquí no hay pacto que valga, salvo el que se les otorgue en materia de ganancias extra, desregulaciones adicionales y nada de cargas impositivas directas.
El pacto parece arrinconado por la avidez de poder de los baronatos y el reclamo airado de los excluidos, donde lucra la irracionalidad de una violencia que no admite cauce ni coloquio. Sin menoscabo de sus muchas reformas prometidas o por prometer, es indispensable que de manera explícita se vuelva un acuerdo para crecer y redistribuir, porque sólo así se podrá, por lo menos, imaginar que queda atrás el ignominioso desperdicio humano y de recursos que hoy nos acosa y amenaza con ahogarnos.