a persecución de Edward Snowden, el ex empleado de la CIA que reveló mecanismos secretos de espionaje en gran escala contra ciudadanos, instituciones y gobiernos, se ha convertido en una verdadera cacería humana de la cual ha desaparecido el más mínimo respeto al derecho internacional (el trato vergonzoso al presidente boliviano es un ejemplo patético). La enorme presión de Estados Unidos, la defensa a ultranza de sus intereses como si fueran los de la sociedad entera, así como la debilidad de otros estados –agraviados por sus actividades clandestinas–, ofrecen una radiografía pasmosa de lo que significa aquí y ahora el orden internacional
. La utilización de las nuevas tecnologías sin controles ni protocolos responsables diluye, en efecto, la línea divisoria entre el derecho a la seguridad y la libertad, al subordinar la operación de las grandes empresas privadas, convertidas en vigilantes cotidianas de las comunicaciones, a los intereses y las razones secretas de la última gran potencia. Frente a los datos divulgados por Snowden, la contrautopía orwelliana parece una fábula infantil. El espionaje se ha extendido a millones de personas, sin menoscabo de husmear en países e instituciones tenidas como amigas
de Estados Unidos, como Alemania o la Unión Europea o el propio México. La misma Angela Merkel tuvo que recordarle a sus aliados que la guerra fría ha terminado y tales procedimientos resultan ofensivos. Si la leyes contra el terrorismo aprobadas en Estados Unidos le sirven a sus autoridades para actuar en su territorio, nada le autoriza en cambio (salvo la capacidad de intimidación) para violar impunemente la legalidad del resto del mundo ni tampoco para anular el derecho de asilo, cuya vigencia se ha puesto en un predicamento. Sin orden judicial alguna, la administración busca ahora impedirme que ejerza un derecho básico. Un derecho que pertenece a todo mundo. El derecho a pedir asilo
, ha reiterado Snowden, convertido en apátrida por su gobierno.
Al presentarlo como un delincuente capaz de traicionar
a su país, el gobierno estadunidense soslaya las motivaciones políticas y morales –ajenas a todo afán venial– que lo llevaron a denunciar el espionaje masivo: No importa cuántos días de vida tenga, permanezco dedicado a la lucha por la justicia en este mundo desigual
, escribió, mientras sus esperanzas se van acotando bajo la presión del imperio, pues de eso se trata. En ese sentido conviene recordar que el derecho de asilo es un derecho humano y, como tal –escribía Adolfo Sánchez Vázquez, fallecido hace dos años–, debería ser defendido “no sólo en las sociedades en las que se da su negación extrema, sino en toda sociedad o bajo cualquier régimen donde se dé la posibilidad o realidad de su violación…” En el caso de Snowden, no solamente se ataca la libertad del que busca asilo, sino también el acto de libertad y soberanía de los estados que podrían concederlo. En el debate mediático suele escamotearse que el asilo no protege el contenido de tales o cuales ideas del asilado, sino su derecho a mantenerlas libremente.
A ese respecto, la tradición mexicana tiene importantes lecciones que aportar. Y retomo las palabras de Sánchez Vázquez: “Ahora bien, si tuviéramos que ejemplificar con un solo nombre esta política de asilo, y la de libertad consustancial con ella, tendríamos que dar el nombre de León Trotsky. Porque si el asilo se justifica, ante todo, por la persecución de que es objeto quien se acoge a él, nadie como Trotsky lo justifica tan plenamente. Las monstruosas acusaciones del siniestro procurador de Stalin en los procesos de Moscú eran un llamado para recrudecer la vieja persecución que ahora lo amenazaba de muerte. En esas terribles condiciones, era de esperarse que, en la ‘civilizada’ Europa y, además, supuestamente hostil a Stalin, se le abriera la primera puerta a la que llamara. Sin embargo, todas a las que llamó se le cerraron. El planeta entero fue convirtiéndose para él en una inmensa prisión. Noruega, el último país en el que gozó de una relativa libertad, acabó por ceder a la presión de Stalin, y lo forzó a abandonar el país.
En esa situación, cerrado por completo el cielo de la esperanza, México, de acuerdo con su histórica tradición, le ofreció asilo. Y se le ofreció y aplicó en su forma más pura y desinteresada, corriendo todos los riesgos posibles. Se ofrecía el asilo, por supuesto, no por solidaridad ideológica o política, sino para liberarlo de una jauría cuyos ecos se hacían oír incluso en México, al dar credibilidad a las calumnias de Stalin.
(Palabras al inaugurar el Instituto del Derecho de Asilo, Casa Museo León Trotski.)
Habrá quien diga que también el asilo es un tabú del pasado.