edio centenar de personas resultaron heridas ayer en la capital libanesa al estallar un coche-bomba en un centro comercial de Beirut ubicado en la zona que controla el movimiento chiíta Hezbollah. La continuidad de la violencia sectaria en ese país coincide con la persistencia de la violencia política en Egipto: mientras el régimen militar hace esfuerzos por legitimarse –con designaciones como la de Mohamed El Baradei como vicepresidente y de Hazem el Beblawi como primer ministro, con las afirmaciones de este último de que está dispuesto a compartir el gobierno con la Hermandad Musulmana–, en las calles de El Cairo y otras ciudades persisten protestas masivas y enfrentamientos como los que costaron la vida de 51 personas el lunes pasado.
Tales hechos son ilustrativos de la inestabilidad política en partes del mundo árabe, en la que también se inscriben escenarios tan diversos como la fractura política en la coalición gobernante en Marruecos –con el telón de fondo de las recientes protestas en contra del rey Mohamed VI y de la continua represión de éste contra pueblo saharaui– y la guerra civil en el escenario sirio, donde se multiplican los indicios de prácticas atroces por parte de leales y opositores a Bashar Assad. Más allá de la región árabe, pero inscrita entre las naciones islámicas mediterráneas, el desasosiego político prosigue en Turquía.
En esos escenarios confluyen factores y cauces muy diversos. Un denominador común, sin embargo, es el papel injerencista y la doble moral propios de Estados Unidos y sus aliados occidentales con intereses en la región ante cada conflicto. En efecto, mientras la intervención inocultable de Washington y Bruselas contra el régimen de Assad ha contribuido a atizar el fuego del conflicto sirio –en forma análoga a como ocurre desde hace años con la violencia intestina en Líbano–, en Marruecos ha sido notoria la obsecuencia de los gobiernos estadunidenses y europeos hacia el régimen represivo, corrupto y expansionista de la dinastía alauita, actualmente encabezada por Mohamed VI, el cual mantiene una democracia de escenografía, detrás de la cual persiste la violación sistemática de los derechos humanos.
En la explosiva situación que se vive en la referida zona, donde se asienta una población numerosa, con importante posición geoestratégica y riqueza notable de recursos naturales, se corre el riesgo de que la conflictividad se extienda con efectos inesperados. Un caso paradigmático es el del propio Egipto, país donde la caída de Hosni Mubarak no fue el final de los descontentos sociales y la violencia gubernamental sino, visto en retrospectiva, apenas fue el comienzo de un ciclo de inestabilidad y violencia.
Por lo demás, la persistencia de injerencias extranjeras regionales e internacionales en un entorno tan volátil como el referido podría traducirse en la reactivación de rencores antiestadunidenses y antieuropeos subyacentes. Es necesario, pues, que Europa y Estados Unidos entiendan que sus intereses y su seguridad estarían, a la larga, mejor garantizados en la medida en que se mantengan al margen de conflictos nacionales y regionales como los que se desarrollan en las referidas naciones.