a secuestrada de Argelouse. Una insoportable turbiedad del medio rural francés, refugio de una burguesía atenta a los valores de la tradición y la propiedad, cementerio de las ambiciones humanas, está presente en las páginas de Thérèse Desqueyroux (1927), novela de Francois Mauriac, y determina la revuelta límite y la liberación moral de su heroína homónima. Llevada a la pantalla en 1962 por el realizador francés Georges Franju en una versión muy fiel al texto original, con adaptación del propio autor e interpretación soberbia de Emmanuelle Riva, aunque muy orientada a mostrar el caso de la mujer que intenta envenenar a su marido como el de una víctima de su medio social, la cinta reflejaba las inquietudes intelectuales y el inconformismo del cineasta en el clima de cuestionamientos morales de la posguerra.
Su notable fotografía en blanco y negro acentuaba el lirismo fantasmagórico y las atmósferas sórdidas tan apreciadas por el también realizador de Los ojos sin cara. La decisión de Claude Miller (La mejor forma de caminar, 1975; Bajo custodia, 1981; La clase de nieve, 1998), de acometer una nueva versión de la novela de Mauriac, debía soportar la comparación con un precedente tan prestigioso, superarlo en lo posible, aclimatarlo a las realidades de un nuevo siglo, o en todo caso no traicionar las intenciones del texto original.
En Retrato íntimo, Claude Miller apuesta por lo que él considera una mayor legibilidad narrativa con mejor efecto para su distribución comercial. Desatiende así la estructura original de la novela que inicia con la absolución judicial de Thérèse (caso desestimado por petición de la propia víctima, el marido agraviado), y prosigue con un largo flash-back en el que el lector se interroga, a la par de todos los personajes, sobre las motivaciones muy enigmáticas que conducen a la heroína a cometer su crimen.
Miller opta por un relato lineal sin mayores misterios, y sólo hacia la segunda parte de la cinta comienza el espectador, en principio desconocedor de la obra original, a sentirse perturbado por las revelaciones sucesivas. Poco ayuda también el convencionalismo de la puesta en escena y una fotografía en color, de factura irreprochable, pero de corte tan académico como la narración fílmica elegida. El relato sulfuroso que disecciona sin piedad las rutinas conyugales y a la implacable raza de las personas simples
, la monotonía de las tristes faenas de provincia y la mezquindad moral de los terratenientes aterrados ante toda posibilidad de cambio, tiene en la cinta de Miller una interpretación correcta, pero apenas inspirada.
El director aporta elementos nuevos a la novela, detalla las lecturas de su heroína para enfatizar su superioridad moral e intelectual frente a los personajes rústicos que la rodean, la muestra reiteradamente leyendo a Gide (Los alimentos terrestres, La secuestrada de Poitiers, Viaje al Congo), alude a las lecciones de hedonismo e inconformismo moral que recibe Nathanël, discípulo gideano, y las asume temerariamente. Pero lejos de que esta filiación inesperada se traduzca en generosidad o en humanismo, sólo consigue acentuar la petulancia altiva de Thérèse (una Audrey Tautou en contraste radical con su emblemática Amélie Poulain), y una misantropía calculada en sus efectos e inclemente en su sarcasmo, que hacen de su personaje un verdadero glaciar sin mayor complejidad moral.
Si para Georges Franju, Thérèse Desqueyroux era una víctima de su entorno social, para Claude Miller pareciera ser, en el extremo opuesto, la victimaria sin piedad de todos los que la rodean. Ciertamente Bernard (Gilles Lellouche), marido de Thérèse, es el hombre mezquino y vulgar que retrata Mauriac en su novela, pero los personajes secundarios, en particular el personal doméstico o la propia Anne, amiga y cuñada de la protagonista, o Jean Azevedo, displicente objeto de deseo, aparecen o bien desdibujados o histéricos. Queda la propia Thérèse, un personaje irreverente e inasible, perverso, si se quiere, que la interpretación muy profesional de Audrey Tautou intenta sacar a toda costa del molde hermético impuesto por el guión y por una dirección más atenta a la espectacularidad de los efectos (rostro anémico y grotescamente maquillado de Thérèse), y a la calidad plástica de la ambientación y los paisajes, que a las sutilezas sicológicas requeridas y a las atmósferas realmente inquietantes que sugiere la novela.
Esta propiedad y esta mesura, características del cine del recién fallecido Claude Miller y también de otros cineastas franceses como Bertrand Tavernier en múltiples adaptaciones literarias, son el sello de un llamado cine francés de calidad, pequeño paso por delante de la serie televisiva, que incursiona en los terrenos más turbios de la naturaleza humana protegido siempre por su corrección formal y por un travieso impulso de revuelta moral a la postre inofensivo.
Twitter: @CarlosBonfil1