a enredada situación política que ha vivido Venezuela desde la muerte de Hugo Chávez tuvo un nuevo vuelco en las últimas horas, con la revelación de un supuesto plan para asesinar al presidente de ese país, Nicolás Maduro, y al líder de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, en el que estarían involucrados representantes de la oligarquía nacional y actores de la derecha regional, como el ex presidente colombiano Álvaro Uribe y el terrorista cubano-estadunidense Luis Posada Carriles.
A reserva de esperar los resultados que arrojen las pesquisas correspondientes, las denuncias referidas tienen como inevitable telón de fondo el persistente acoso, desde tiempos de Hugo Chávez, de una derecha venezolana e internacional que al parecer no está dispuesta a admitir que Venezuela continúe y profundice el proceso de revolución social y de lucha soberanista iniciada por el fallecido mandatario.
Lejos de expresar su descontento por cauces institucionales, democráticos, la oligarquía venezolana ha hecho uso sistemático de la violencia, la ilegalidad y la desestabilización como medios para defender sus intereses e históricos privilegios, y por ello no resulta insensato atribuirle estar involucrada en una conjura para atentar contra la vida de Maduro. De hecho, debe recordarse el precedente de la intentona golpista ocurrida en abril de 2002 –con respaldo mal encubierto de Estados Unidos–, que alejó a Chávez del gobierno por unas horas, así como la campaña de desestabilización política en el contexto del conflicto poselectoral de abril pasado, que se saldó con varios muertos durante las marchas convocadas por el derrotado candidato presidencial, Henrique Capriles, y que tuvo como elemento de contexto la renuencia de la Casa Blanca a reconocer el triunfo de Maduro. Tales consideraciones, en conjunto, dan credibilidad a los señalamientos recopilados en esta edición que colocan a Washington como el poder tras bambalinas de la campaña desestabilizadora en Venezuela, operada por medios de comunicación, grupos de poder económico y actores políticos opositores.
Por lo demás, el persistente acoso de la derecha venezolana en contra del gobierno de Maduro confirma el patrón de desestabilización y golpismo oligárquicos que viene afectando a diversos gobiernos y países latinoamericanos desde 2002, con la referida deposición temporal y secuestro militar del presidente Hugo Chávez. Ese patrón se repitió en escala menor en Bolivia en 2008; logró, un año más tarde, subvertir el orden democrático en Honduras; se reprodujo, sin éxito, en la sublevación policiaca contra Rafael Correa en Ecuador, en 2010, y consiguió, el año pasado, el derrocamiento del gobierno de Fernando Lugo en Paraguay, con un golpe disfrazado de juicio político.
Esta tendencia abre una perspectiva por demás desoladora e indeseable: que América Latina vive, en la circunstancia presente, una regresión histórica a los tiempos del golpismo y las conjuras oligárquicas y que esos fenómenos, que hasta hace una década se creían superados, siguen subvirtiendo la institucionalidad democrática y la voluntad de los pueblos de la región.
Ante tales consideraciones, es obligado que la comunidad internacional, y particularmente los regímenes latinoamericanos, otorguen su respaldo inequívoco a las instituciones venezolanas y repudien la campaña desestabilizadora que tiene lugar en contra del gobierno legal y democráticamente constituido de Nicolás Maduro.