n 1968, mis padres perdieron a su único hijo varón, Jan, a los 21 años. Era un muchacho alto y rubio de sonrisa fácil al que perseguían las niñas por su guapura. ¡Míralo, ése sí es un cuero!
Deberían haberlo perseguido por su bondad, pero a partir de los 15 años, para la mayoría de las niñas bien, la más importante de las virtudes teologales es la belleza física.
Hablar del padre Carlos Mendoza, en los 25 años de su sacerdocio, es en lo personal, remitirse a mi madre. Apenas lo conoció, Paula Amor de Poniatowski o Amor Poniatowska (como firmó en incontables ocasiones) se prendó del joven teólogo egresado de la Universidad de Friburgo, Suiza, que respondió a su llamado al descubrir en ella a un ser espiritual y extraordinariamente valiente. Resulta que el 8 de diciembre de 1968, día de la Inmaculada Concepción, su hijo Jan murió en un accidente automovilístico en la carretera a Calpulalpan, Querétaro. Lo embistió un carguero que usaba costales en vez de vidrios laterales; obviamente no vio a mi hermano, aunque Jan conducía despacio, porque rodaba su primer coche. Encontramos su cuerpo sobre el piso de un granero a donde lo habían llevado unos campesinos.
Quizá mi madre vio en el padre Carlos Mendoza a otro joven que hablaba francés, hermoso, talentoso y listo para arrancar en la vida. La presencia de Carlos Mendoza la ayudó en los últimos años de su vida, porque si el accidente fue a finales del 68, mi madre murió en 2002, a los 92 años de edad. Vivió casi 30 años deshijada de su único hijo.
Su simpatía por la orden de los dominicos, a la cual pertenece Carlos Mendoza, se inició muchos años antes con el padre Jacques Laval, a quien visitó en la calle de La Glaciere, en París (donde se alinean los cubículos de los grandes teólogos). Jacques Laval también vino a México a impartir conferencias (o debería yo decir sermones), y gracias a ese viaje pudimos verlo con frecuencia. Era un hombre de una lucidez y un encanto excepcionales, manga ancha
como diríamos en México, un hombre de mundo
como se diría en Francia, que no se detenía en minucias ni en mezquindades. Su sonrisa resultó tan generosa como su espíritu.
¿Qué significa ser dominico?
Alabar, bendecir y predicar
, es el lema de esta orden que ha dado a México buenos apóstoles desde 1526, cuando el primer dominico pisó tierra mexicana. A lo largo de su historia, los dominicos demostraron su voluntad de servicio, su entrega y la fe con la que ejercen su vocación. Al llegar a la entonces llamada Nueva España, los dominicos fueron los primeros en aprender lenguas como la zapoteca, para evangelizar a los indígenas en su propio idioma, construir conventos y enseñar la utilidad de las semillas traídas de España.
Fray Bartolomé de las Casas, antiguo obispo de Chiapas, está irremediablemente ligado a México, porque también fue el primero en censurar el maltrato español a los indios y el primero en querer protegerlos. De tanto denunciar la crueldad de los conquistadores y acusarlos ante el rey de España se volvió un revolucionario. Él fue quien dijo que derramar sangre para evangelizar era la más absurda de las contradicciones y que esclavizar es un crimen. Al igual que el Padre Vitoria fundó el derecho internacional moderno, base de los derechos humanos como lo consigna en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias.
En México, los dominicos son y han sido generosos. Su capacidad de dar lo que saben sin pedir nada a cambio va más allá de su vocación y de las reglas de su seminario. En México, los jóvenes buscan a los dominicos, porque además de servir a Dios están mejor dispuestos que otros a servir a la comunidad de los hombres. El CUC (Centro Universitario Cultural) adherido a la gran ballena de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) es un faro para jóvenes que buscan su vocación y un sentido a la vida. Fray Alberto Ezcurdia solía visitar su casa familiar en la esquina de Morena y Gabriel Mancera. Mi hermano y yo (que vivíamos en la contraesquina) lo conocimos con sólo atravesar la calle. Fray Alberto escribía en la revista Siempre! al lado de Indalecio Prieto y Fernando Benítez, y hablaba por radio. Y sobre todo nos abrazaba entre risas. Para él era fácil acercarse a los estudiantes en plena crisis de adolescencia. Era muy buena onda
; en su cerebro y en su corazón hervían las soluciones. En Copilco, al lado de la UNAM, él y Mariano Monter reunieron a muchachos no para catequizarlos, sino para polemizar y hablar de las muchas vicisitudes a las que tienen que hacerle frente. Intelectuales, teólogos, universitarios, los dos frailes siguieron la tradición de los centros educativos que estimulan la avidez por saber y la inteligencia crítica.
Otros dominicos como el padre Julián me llamaron la atención. El padre Julián, notable religioso, es el único al que Luis Buñuel quiso ver al final de su vida en su casa de la privada de Félix Cuevas. Incluso se cuenta que las cenizas de Buñuel están bajo el altar en el que los dominicos ofician su misa todos los días. El padre Miguel Concha, que defiende las causas más nobles y escribe regularmente en La Jornada, podría confirmarlo. Quizá podría también hacerlo el padre Didier Laurent, amigo de mi madre, al que los jóvenes le deben mucho. También algo ha de saber mi querido Carlos Mendoza, que camina en tierra firme y siembra trigo bueno hasta en los surcos mas cizañosos. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, viaja a Europa, a Chile, a Brasil y a Estados Unidos para dar cursos intensivos sobre teología y para fundar revistas de teología como la de Justicia y Paz o la de Anámnesis, así como escribir libros que en Francia publican las célebres Editions du Cerf y en México llevan el título de El Dios escondido de la posmodernidad. Deseo, memoria e imaginación escatológica. Ensayo de teología fundamental posmoderna y El Dios otro. Un acercamiento a lo sagrado en el mundo posmoderno. Participa en coloquios con ensayos como De la subjetividad moderna a la vulnerabilidad posmoderna. Homenaje a Emmanuel Levinas, y se ocupa del quehacer filosófico en el mundo en facultades, tanto de filosofía como en ciencias políticas y sociales.
A lo mejor Luis Buñuel quiere que se guarde el secreto sobre su última morada, pero ya la voz ha corrido. El mismo la propició al vestirse de franciscano en sus películas y, aunque el hábito no hace al monje, a lo mejor él se propuso descubrirlo en sus últimos años.
Antes, los sacerdotes se construían su propia estatua y se trataban a sí mismos con untuosa solemnidad. Ahora habría que ver lo mucho que participan en la vida de todos nosotros. De pronto, en Tonantzintla, Puebla, vi bailar a mi hija Paula en el día de su boda con un Fred Astaire moreno y delgado, y pregunté quién era. ¿Qué no lo reconoces? Es el padre Carlos Mendoza, que acaba de oficiar la misa de tu hija
. ¿Quién le enseñó a bailar?
El solito
. Ahora, varios sacerdotes participan, bailan, cantan, se enojan y lloran, actúan dentro de la comunidad y no les da miedo el rechazo o la condena. Pertenecen. No se mantienen fuera repartiendo bendiciones, al contrario, ninguna actitud dominadora, todos estamos aquí en igualdad de circunstancias. Me resulta muy difícil imaginar al padre Carlos dejándose besar la mano, aunque no dudo un instante que alguna beata bigotuda pretenda arrebatársela.
Para mis 80 años, Mendoza me entregó al Señor del Rebozo que mucho le gustaría a Jesusa, mi amiga, que no cree en Dios. ¿Por qué? Porque ella es la señora del rebozo, aunque nunca se ha dado un golpe de pecho.
El padre Carlos Mendoza, como buen dominico, comparte sus conocimientos, su consuelo, su naturaleza amable y, sobre todo, inteligente. Carlos Monsiváis lo consideraba MUY inteligente, y como Monsiváis escribió muchos pliegos de papel
al igual que Fray Bartolomé, sería un error dudar de su buen juicio. De las Casas estaría contento con semejante heredero que supo desde el siglo XVI hasta ahora que nadie es inferior, ni vicioso ni condenable y trató a todos (sobre todo a los más pequeños) como si fueran la rama más alta del árbol de la vida.
Hoy, que vivimos todavía entre encomenderos y encubridores de malas acciones, ignorantes e irreflexivos, y no sabemos ya siquiera a qué santo encomendarnos, un ser humano como el padre Carlos Mendoza resulta un regalo fuera de serie. Teólogo, maestro, viajero, conocedor de varios idiomas además del latín, su estudio de la conducta humana es tan inapreciable como el de las argumentaciones teológicas y jurídicas que utilizaron los evangelizadores para liberar a los indígenas del yugo de la conquista.