n día después de que Estados Unidos advirtiera a sus ciudadanos sobre el peligro de viajar a Medio Oriente y el norte de África y ordenara el cierre de una veintena de sus embajadas y consulados en esas regiones –medida que fue secundada por Francia, Gran Bretaña y Alemania–, la policía internacional (Interpol) emitió una alerta mundial sobre la posibilidad de ataques terroristas contra objetivos occidentales.
La reactivación del temor y paranoia estadunidense y occidental tiene como componente coyuntural la reciente fuga de cientos de presos –muchos de ellos acusados de terrorismo– de prisiones en Irak, Libia y Pakistán, con el presumible apoyo de la organización Al Qaeda. No obstante, en las expresiones de encono antiestadunidense que se extienden en países y regiones como los mencionados convergen factores mucho más profundos y diversos.
El primero es la persistencia de una política exterior agresiva, injerencista, belicista y depredadora de Washington, que se acentuó durante los gobiernos de George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001: luego de esos hechos, y con el pretexto de hacer justicia para las víctimas, el político texano embarcó a su país en una aventura bélica que se saldó con la devastación de dos naciones –Irak y Afganistán– y con una multiplicación de la inseguridad y las violaciones a los derechos humanos en el mundo. La misma política se mantuvo en Pakistán, ante la sospecha de que Al Qaeda –la organización a la que se adjudican los ataques del 11-S– operaba al norte de ese territorio, y recientemente se reprodujo en Libia, con el supuesto fin de liberar
a ese país del régimen de Muammar Kadafi.
El resultado invariable de esa política no ha sido la pacificación de las naciones invadidas y devastadas, sino la multiplicación y perpetuación de la violencia y la profundización de los sentimientos antiestadunidenses y antioccidentales en poblaciones y regiones enteras.
A lo anterior debe sumarse la doble moral común del gobierno de Washington en su trato hacia los diversos fundamentalismos. En contraste con la persecución y la cruzada emprendida por la Casa Blanca contra el integrismo islámico, ese gobierno se ha caracterizado por su benevolencia hacia quienes mantienen una amplia influencia en el diseño y aplicación de la política belicista de Israel.
Por otra parte, la proliferación y operación de organizaciones fundamentalistas islámicas, como las que supuestamente estarían amenazando objetivos estadunidenses y occidentales, no es sino consecuencia del colapso de alternativas políticas institucionales –sean laicas o confesionales– como las que representaron en su momento el partido panarabista Baaz, los regímenes surgidos de los procesos de liberación nacional de los años 60 y 70 del siglo pasado y recientemente la Hermandad Musulmana en Egipto, la cual, tras acceder al poder mediante un proceso democrático, fue derrocada por la vía de un golpe de Estado recientemente calificado por Washington como restauración de la democracia
. Ese colapso se explica tanto por la acción de movimientos locales de descontento, como por la intromisión diplomática y militar de Estados Unidos.
Las agresiones contra embajadas estadunidenses o de cualquier otro país son condenables e indeseables por cuanto atentan contra la inmunidad de las representaciones diplomáticas en el mundo y se erigen, en consecuencia, en un factor de peligro para el de por sí frágil orden internacional. No obstante, por elemental congruencia, a la par de medidas preventivas como las comentadas, Washington y sus aliados tendrían que corregir las actitudes e inercias que han derivado en la configuración de ese clima de constante amenaza y violencia.