esde hace años, diversas organizaciones han denunciando la persistencia del trabajo infantil en minas, particularmente en la zona carbonífera de Coahuila. De acuerdo con estimaciones de la Familia Pasta de Conchos, 18 por ciento de las minas de carbón en esa región emplean menores de edad, por lo barato de la mano de obra y por la estatura
, lo que facilita el desempeño de las actividades de extracción, sobre todo en los yacimientos más endebles, conocidos como pocitos. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) emitió en 2011 un informe especial donde señala que el empleo de menores en minas es la peor forma de explotación
y detalla las condiciones deplorables de los niños empleados en los socavones.
Sin desestimar la gravedad de ese fenómeno, es pertinente señalar que se incrusta en un trasfondo general donde convergen condiciones socioeconómicas, legales e institucionales que hacen posible el trabajo infantil a escala nacional y mundial.
En efecto, los casos comentados son un síntoma más de un panorama nacional que, en lo que respecta al trabajo infantil, resulta desolador. Según cifras del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, publicadas en 2011, más de tres millones de niños de cinco a 17 años desempeñan alguna actividad laboral; 44 por ciento lo hacen además sin percibir remuneración alguna. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señaló recientemente que cerca de 600 mil trabajan en actividades riesgosas como el campo, la minería y la construcción. Es de suponer que, si estas cifras son correctas, el 80 por ciento restante, aproximadamente 2.4 millones, desempeñan actividades en sectores como la industria manufacturera y los servicios de las grandes ciudades, y que incluso un hipotético abatimiento de la pobreza en las zonas rurales no bastaría para erradicar la circunstancia vergonzosa de menores que trabajan en condiciones de explotación y que con ello ponen en riesgo la salud, el pleno desarrollo e incluso la vida.
El trabajo infantil es un fenómeno tan antiguo como la especie, pero se ha fortalecido desde la Revolución Industrial –son tristemente célebres las legiones de niños empleados en las fábricas y las minas inglesas de carbón– y se ha consolidado en la más reciente fase del capitalismo, impulsado por la feroz competencia global y las consignas neoliberales de incrementar rentabilidad, productividad y competitividad a costa de lo que sea. Tales consignas encuentran un terreno especialmente fértil en las deficiencias regulatorias y en la corrupción de los países en desarrollo.
En el caso de nuestro país, no debe pasar inadvertido que el grupo gobernante amplió recientemente los márgenes para la explotación laboral en general con la imposición de una reforma que flexibiliza
las disposiciones de la Ley Federal del Trabajo, a fin de hacer la fuerza de trabajo local más atractiva para los capitales depredadores. Aunque en la misma legislación se establecieron sanciones adicionales para quienes empleen menores de edad, lo cierto es que en un contexto de corrupción e impunidad generalizada y de deficiencias en la aplicación de las leyes y la supervisión, la reforma en su conjunto entraña riesgos de desprotección adicional y especialmente severa para los menores que trabajan.
Finalmente, si bien es cierto que el trabajo infantil es un fenómeno de suyo condenable, también lo es que la pobreza generada por el actual modelo económico orille a millones de menores en el mundo a incorporarse al campo laboral para ayudar a sus familias. Condenar el trabajo infantil sin denunciar también las causas profundas es un acto de hipocresía: tales causas se encuentran a la vista de todos, en el mismo modelo económico aplicado en México desde hace tres décadas, y al cual mantiene fidelidad inamovible la actual administración.