os invito a imaginar a un niño que, a un tiempo silencioso y conversador, caminaba por cuanto pasillo de museo, convento o ciudad del México antiguo existiera. Sea en Guanajuato o en Campeche, en Chiapas o Morelos, ningún signo escapaba a sus ojos, ningún misterio evadía a su curiosidad. Para su fortuna sus padres y los amigos de sus padres ya eran sabios y, seguro, a todo respondían. Pasó el tiempo y al filo de sus 16 años inició sus trabajos en las excavaciones de Templo Mayor, la ciudad del esplendor mexica. En sus recintos aprendió a hacerle preguntas a las fuentes de la vida mesoamericana, a los símbolos, a los colores distintos de la piedra, a los pliegues de la tierra.
Allí, en los edificios y las plazas de Templo Mayor supo que las ciudades de los antiguos mexicanos son espacios cargados de sabiduría. Y a visitarlos nos invitan los mil y un caminos de la historia y de la arqueología. Al cruzar por sus umbrales nos enseñan que los muros, las estelas, los braceros y las esculturas son racimos de vida mexicana. Traerlos hasta nosotros es la pasión de aquel adolescente que hoy, en plena madurez, sigue yendo cada día a mirar y transmitir la vida que ya no es. En cada amanecer y a cada ocaso, teje el trayecto desde lo que vieron y vivieron los hombres y mujeres mexicas, hasta nuestra cotidiana visión, en un celaje que va de una mirada a otra. Ella nos llega a través de la traducción que hacen sus ojos en un atisbo que se desborda en conocimiento y canto.
Leonardo López Luján sabe que por el mágico parpadeo de esa mirada es tan singular la tarea de los arqueólogos y los conservadores del patrimonio de México. Sabe con certeza que no sólo se ha de producir conocimiento tan cuidado y acabado como sea posible sino que se ha de tener conciencia de que tal conocimiento, por más cuidado y acabado que sea, será siempre incompleto si no encuentra una mirada, si no encuentra al otro, a los otros que lo completarán. Sabe Leonardo que el centro de su trabajo es invitarnos a todos, día a día, a convertirnos en lectores de pasado, en lectores de identidad. Una identidad que en nuestro suelo es tan diversa como el espejo aquel de Alicia, la de Lewis Caroll, pero que aquí, además, se torna en espejo de obsidiana que en cada reflejo cambia y reluce en una eternidad que es un instante.
Hoy Leonardo López Luján es par de sus maestros de la infancia y de la adolescencia. Por tal razón, cuando despuntaba el 2 de octubre de 2006 y los arqueólogos del Programa de Arqueología Urbana del Proyecto de Templo Mayor, que ya dirige, encontraron los primeros rasgos de lo que hoy se conoce como Tlatecuhtli, Leonardo fue de los primeros en mirarla. A partir de allí, con celo y mimo de manos de hilandera, fue retirando los dobleces de la tierra para traer hasta nosotros a esta advocación de la diosa terrestre, madre nutricia, Señora de la Tierra.
En la Historia de los mexicanos por sus pinturas, escrita entre 1531 y 1537, dicen de Tlaltecuhtli que todos los dioses descendieron a consolarla y ordenaron que de ella saliese todo el fruto necesario para la vida del hombre
. Hoy, cuando la vemos casi completa y conservada, parece que escuchamos la voz de Carlos Pellicer cuando dijo hace casi un siglo, en 1916, que “En el fondo una luz de Epifanía/ diafaniza la estancia que colora,/ un tapiz de pagana fantasía/ que contempla una idílica señora/… ¡Y es la gama/ de luz que enjoya el fondo con su vuelo/ un gozo aéreo de color que clama/ que se la lleven de regalo al cielo!”
A partir de mañana martes 13 y durante cuatro días, junto a Eduardo Matos Moctezuma, su maestro –del que dice con razón cuando a él se refiere: es un gigante
–, Leonardo López Luján nos develará en sendas conferencias en El Colegio Nacional los secretos de la Escultura monumental mexica
versando al alimón, en sucesivos días, sobre la Piedra del sol, la Coatlicue, la Coyolxauhqui y la Tlaltecuhtli.
Mientras nos preparamos para escucharlos, hoy nos debemos un recuerdo. Al cabo de los años, gracias a la tenacidad y el compromiso del trabajo de cientos de arqueólogos mexicanos como Alfonso Caso, Alberto Ruz, Román Piña Chan, Roberto García Moll, Norberto González Crespo y el propio Eduardo Matos, los nombres de Teotihuacán, Palenque, Monte Albán, Yaxchilán, Bonampak, Xochicalco, Templo Mayor, Becán, se han convertido en voces faro de la cultura mexicana. Ellas nos identifican. Allí se juntan el conocimiento y el arte, la academia y la belleza. Con ellos hemos aprehendido la raíz de la vida. No sólo por la evidencia material que describen, sino porque pretenden alcanzar el sustrato emocional de los hombres y mujeres del México de hoy.
Leonardo López Luján es árbol de esa raíz. Su mirada incendia nuestra imaginación. Regalándonos conocimiento y vida, nos conmueve. Gracias a su curiosidad y a su sabiduría, a todo lo que mira lo convertimos en historia.
Twitter: cesar_moheno