l desalojo de los campamentos de simpatizantes de la Hermandad Musulmana en El Cairo, Egipto, derivó ayer en un saldo trágico de al menos 278 muertos y centenares de heridos. La jornada de violencia más sangrienta en décadas en el país norafricano fue repudiada por buena parte de la comunidad internacional. El régimen militar que arribó al poder mediante un golpe de Estado al presidente Mohamed Mursi y al gobierno de la Hermandad Musulmana –el primero electo democráticamente en ese país– anunció la reinstauración por un mes del estado de excepción, vigente durante las tres décadas que duró la dictadura de Hosni Mubarak (1981-2011).
El hecho referido consuma el derrumbe del breve periodo de democracia formal que vivió ese país tras la caída de Mubarak, en enero de 2011, y consolida la regresión autoritaria que se instauró con el golpe militar del mes pasado, e incluso antes, con la adopción de diversas directrices reaccionarias bajo el gobierno de Mursi. En efecto, a contrapelo de los intentos de Washington por calificar el derrocamiento de la Hermandad Musulmana como restauración de la democracia
, el perfil de los participantes en la asonada hacía suponer desde un inicio una restauración del régimen opresor contra el que se alzó la población egipcia hace dos años, y esa perspectiva quedó confirmada en forma particularmente trágica con la masacre de ayer.
Por lo demás, la reinstauración del régimen de excepción que privó durante 30 años en Egipto constituye una mala señal de cara a las promesas, formuladas por los militares, de organizar en breve elecciones parlamentarias y presidenciales, que de cualquier forma serían cuestionadas y deficitarias de legitimidad, habida cuenta de que se desarrollarían en el contexto de un régimen golpista. Egipto asiste a la perspectiva de padecer indefinidamente un nuevo régimen autocrático, y no deja de ser paradójico que la oleada de movilizaciones populares que se originó como parte de la llamada primavera árabe y de las protestas posteriores contra los excesos de Mursi deriven en un retorno de los militares al poder, y en el encumbramiento de prácticas represivas más sangrientas, incluso, que las ejercidas en el marco de las rebelión popular de enero de 2011.
La violenta jornada de ayer, por lo demás, abre un margen de incertidumbre y zozobra para Egipto y su población, en la medida en que podría derivar en una radicalización de las posturas de la Hermandad Musulmana –que hasta ahora se había limitado a demandar la liberación de Mursi y su vuelta al poder– y en un crecimiento de la violencia o incluso en un escenario de guerra civil como el que se desarrolla actualmente en Siria.
No deja de ser significativo que en esos dos focos de tensión regional esté presente como factor de desestabilización el injerencismo de Estados Unidos: incitando el bando rebelde sirio, y respaldando las acciones del régimen militar en Egipto, Washington se ha erigido en un lastre fundamental para que las sociedades de países árabes puedan encontrar caminos practicables y pacíficos hacia la democracia y la estabilidad política e institucional.