uchas fortunas se han hecho en nuestro país a lo largo de los siglos con la minería. Fue una de las razones por las que se creó el Real Colegio de Minas en el siglo XVIII. El instituto buscaba formar ingenieros que trabajaran con conocimientos científicos, así como innovar los métodos de procesamientos de los metales que extraían de las ricas vetas, que continuamente se descubrían por todo el territorio.
Ello atrajo a muchos peninsulares que buscaban hacer la América
y regresar como indianos
ricos a sus pueblos. Uno de ellos fue José de la Borda, hijo de un francés cuyo apellido había sido Laborde y una española. Emigró a los 17 años para alcanzar a su hermano que ya estaba dedicado con éxito al negocio minero. A los pocos años se independizó y encontró una fructífera veta en Taxco, pequeño pueblo en las montañas de la entidad, que años más tarde habría de llamarse Guerrero.
De alma generosa y espíritu religioso, llevó a cabo innumerables obras públicas en Taxco, entre otras, mandó construir una cañería para introducir agua, cisternas y fuentes públicas, proveyó de maíz y cereales en tiempos de escasez. Para que el poblado luciera bien y los techos de las casas tuvieran mejor protección, regaló teja roja, lo que les dio una grata vista que permanece hasta la fecha.
Mandó construir un camino y el puente del río que divide a Pilcaya y Coatepec. Su obra magna fue sin duda la parroquia de Santa Prisca, una de las obras más notables del barroco dieciochesco. La mandó construir en 1775 para agradecer a Dios la enorme fortuna que le habían proporcionado las minas del lugar.
Los diferentes sitios que visitó o en los que vivió temporalmente, como la ciudad de México, Cuernavaca, Zacatecas y Tlalpujahua también se vieron beneficiados por su generosidad, la cual dio lugar al dicho: Dios a darle a Borda y Borda a darle a Dios
.
En Cuernavaca construyó una hermosa mansión con grandes jardines y un lago. Aún existe, ahora como un espacio abierto al público y se conoce como Jardín Borda.
Su última gran obra la inició en 1775, cuando contaba con 76 años de edad, en una época en la que la esperanza promedio de vida era mucho menor, pero no había perdido la pasión creativa y quería dejar su huella en la ciudad de México.
Compró la manzana completa que hoy limitan las calles de Madero, Bolívar, Motolinía y 16 de Septiembre con la idea de construir la mansión más importante de la capital. Tendría dos características únicas: un patio tan grande como la plaza mayor de un ideal pueblo del virreinato
y “debería estar limitada por las cuatro calles… y un largo y continuo balcón le permitiría caminar alrededor de su propiedad sin descender a la calle”. No pudo completarlo en su totalidad, debido a que agotó su fortuna y su salud se mermó, sin embargo, todavía se conservan varias casas en la actual avenida Madero y la calle Bolívar que están unidas por un balcón como el mencionado.
Una de ellas, sobre la calle de Bolívar, fue restaurada recientemente, entre otros, por el talentoso Juan Carlos Laborde. El joven ingeniero ya había restaurado magníficamente el edificio familiar que está en el pasaje Iturbide. El resultado en la conocida como Casa Borda es magnífico; la mansión está pintada en un cálido tono ocre, tiene patio, una amplía escalera, ventanas y puertas con marcos de cantera y la herrería original del peculiar balcón corrido; es bella y elegante. Se adaptaron lindos departamentos para rentar. Aquí habita el propio Laborde y uno de los cronistas de la ciudad más jóvenes y brillantes: Jorge Pedro Uribe.
Entre otros atractivos se encuentra a unos pasos del Casino Español, situado en Isabel la Católica 29. Aquí podemos disfrutar algunos platillos que seguro comía Borda: boquerones al olivo, sopa de ajo, fabes con morcilla y lechón al horno. De postre una lujosa tartaleta asturiana que lleva nuez, almendra, avellana, miel y anís.