Opinión
Ver día anteriorDomingo 18 de agosto de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Después de la tempestad
B

ob Dylan me dice tanto y tan profundamente desde tantos puntos de vista, Bob Dylan me ha dicho apasionadamente tanto desde hace tanto y desde tantos puntos de vista, que ya ni siquiera pretendo justificar por él que en no sé qué etapa de su fantástica vida hubiera cantado, tocado, actuado para tal Papa o, si me orillaran, gratamente recordaría que la caridad (¿o fue burla?) se practica por parejo o de virtud cristiana, judía, musulmana, o simplemente de humano no tiene nada. Sin embargo, en una comida el otro día, después de un par de copas de vino, se me ocurrió soltar que la obra de Borges significaba algo mucho más profundo que el hecho de que no sé en qué etapa de su fantástica vida hubiera aceptado un premio de tal dictador, pero el silencio con que mi opinión fue recibida alrededor de la mesa sigue recriminándome días después.

Así, para que la molestia ceda, a manera de sacudir el zapato para sacarle la piedrita, he dedicado horas, de vigilia y de sueño, a la reflexión y, aunque con dudas, he ido alcanzando, aparte de cierta tranquilidad, una que otra conclusión. La primera, que el tema es viejo. Qué importa más, la vida o la obra de un artista. ¿Son inseparables o son independientes? ¿O todo es relativo? Antes de reflexionar, yo misma cuestioné la que en mi juventud consideré una admiración incondicional hacia el Tambor de hojalata, cuando el remordimiento pudo más que la gloria con su autor y lo forzó a confesar que en su juventud él había pertenecido a las fuerzas asesinas de uno de los más notorios asesinos que la humanidad ha plantado y cultivado hasta que floreó en su historia y en todo su esplendor. Pero, después de mis reflexiones, ¿va a dejar de impresionarme Hambre porque hacia el final de su existencia Knut Hamsun se inclinara por tales e indignas creencias políticas? Entonces en el saco tendría que enterrar y, si no pudiera olvidar, al menos negar a Hergé, con Tintín y el particular placer que pudieron despertar sus aventuras en mi infancia.

Ahora, con o sin un par de copas de vino que me envalentonen, me retuerce más que la excelsa autoridad respectiva premie a autores que sin conocimiento de causa, o sin una intención definida, atropellan la inconmovible por lógica ley de la concordancia o, aunque menor, la del sentido, o que no saben poner comas ni acentos, o sencillamente cuyo estilo es objetiva e inconscientemente cursi (lo camp que hace salivar a Susan Sontag al ridiculizarlo), o cuyos temas son evidentemente vulgares (vulgaridad, sinónimo de ordinario, de común, de falto de giro, de carente de agudeza, de desprovisto de originalidad). Me encrespa más, decía, que se reconozca a un escritor mediocre que a un buen escritor que se incline hacia principios políticos o, para el caso, exaltados gozos deportivos que a mí me irriten. En la vieja discusión que digo, de qué importa más, si la obra o la vida de un artista, es claro que, hasta aquí, me siento más cómoda al favorecer finalmente la obra del artista, aun cuando su vida atentara contra mi comodidad.

Pero me pregunto si no he alcanzado tan despejada conclusión porque he considerado artista al escritor y porque, al hablar del oficio de escribir, me atrevería a sostener que sé un poco de lo que estoy hablando. O sea, el viejo tema que trato, de qué importa más, si la vida o la obra de un artista, expuesto sobre el terreno de la literatura es una cosa, pero ¿será la misma si lo extiendo sobre otros terrenos, específicamente alguno que para mí, que sólo soy escritora, esté constituido por tierra movediza? No es lo mismo tener los pies en tierra firme, o más o menos firme, que en un pantano o ante un abismo. ¿Y para mí, como escritora carente de ninguna otra gracia, no son pantano las otras artes, las supuestamente únicas verdaderas artes, la pintura, la escultura, la arquitectura, la danza, la música y, en incontrovertible exclusión definitiva de la prosa, incluso la poesía?

A reserva de irme contestando, hoy me bastará registrar que me felicito pues el otro día me atreví a sostener en cambio, y creo que no sin efecto, que conocer ciertos detalles de la vida de un artista es capaz de afectar para bien la apreciación de su obra por parte del espectador que los conozca. Por ejemplo, mi contemplación de un Fra Angélico se enriquece cuando recuerdo que, por reverencia a su trabajo, o a su tema, él pintó de rodillas.