eintiséis millones de alumnos de preprimaria, primaria y secundaria del país se enfrentan hoy a un nuevo ciclo escolar, el primero que recae plenamente en la responsabilidad de la actual administración federal, y con el antecedente de dos sexenios caracterizados por la simulación y el desastre en materia educativa.
Sin embargo, los niños y jóvenes que hoy vuelven a las aulas no lo harán, en su mayor parte, en condiciones sustancialmente distintas. Llegarán a las escuelas tras una reforma educativa que no ha logrado subsanar las desviaciones y las carencias tradicionales del sistema público de enseñanza que, en cambio, ha multiplicado los descontentos en el gremio magisterial; con un sindicato sectorial que sufrió en meses pasados la captura, consignación y procesamiento de su lideresa máxima, pero que sigue invadido por estructuras y métodos mafiosos y corruptos; con planteles semiabandonados, sobre todo en los ámbitos rurales; con una sostenida degradación de la calidad de la enseñanza, como muestran las cifras de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), y para colmo, con libros de texto plagados de errores de todo género.
No hay, pues, un viraje con respecto al pasado reciente y sí, en cambio, la persistencia del deterioro del sistema de educación pública. Ello resulta particularmente grave si se considera que uno de los instrumentos principales para salir de la mediocridad económica, la descomposición institucional y la espiral de violencia es la educación de calidad para toda la población. Para lograrla es necesario empeñar verdadera voluntad política y reconfigurar las prioridades gubernamentales, las cuales siguen concentradas, por lo que ha podido verse en los casi ocho meses transcurridos desde el inicio de la nueva administración, en garantizar condiciones favorables para los grandes consorcios empresariales, no en procurar una mejoría rápida en las condiciones de vida y los servicios para los sectores mayoritarios del país.
En la reorientación requerida la dignificación de la educación y la salud públicas tendrían que estar, de hecho, entre los principales objetivos de corto plazo del presente gobierno, a fin de crear las condiciones para modelar, a mediano plazo, un país más próspero, menos desigual, menos violento y más soberano que el que hoy tenemos.
Ciertamente, el deterioro de la enseñanza pública en México no empezó este año ni en el sexenio anterior. Los orígenes de este fenómeno coinciden con el inicio de la implantación del modelo neoliberal, en los años 80 del siglo pasado, cuando en las altas esferas gubernamentales se dejó de ver el gasto en educación como inversión indispensable para el desarrollo del país y se le empezó a concebir, en cambio, como mal negocio, no sólo porque no producía réditos inmediatos sino porque, por añadidura, estorbaba la expansión del sector empresarial en el ramo de la enseñanza. Desde entonces, múltiples voces de distintos ámbitos de la sociedad han venido advirtiendo sobre los enormes riesgos de semejante concepción; hoy los riesgos se han materializado y ya no queda mucho margen para persistir en ella: si no se emprende pronto y sin simulaciones el rescate de la enseñanza pública, no habrá manera de detener el declive del país, el cual alcanza ya una dimensión trágica.