as agresiones contra la misión de investigadores enviada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) a Siria para verificar las denuncias sobre un ataque con armas químicas, perpetrado el pasado miércoles 21 en el distrito de Ghuta, en las afueras de la capital siria, enrarecen por partida doble el ambiente internacional y refuerzan las tendencias belicistas que impulsan una incursión militar de Occidente en ese desgarrado país árabe. En lo inmediato, el gobierno estadunidense, por conducto del secretario de Estado, John Kerry, multiplicó sus amenazas de una intervención bélica directa y el Pentágono anunció que tiene ya listo un abanico de posibles acciones violentas.
Por lo pronto, las ráfagas contra los vehículos de los inspectores internacionales tienen un origen tan oscuro como el ataque mismo, cuya autoría es atribuida tanto al gobierno de Damasco como a la oposición armada que intenta derrocarlo.
En los días posteriores a ese ataque hubo muy pocos datos incontestables sobre el episodio: que la información dio pie a una conmoción internacional, que se habló –en un principio– de más de mil 400 muertos, que en Internet circularon fotos y videos de personas con síntomas de afectación por gases neurotóxicos y que el asunto generó un sinnúmero de amenazas contra el régimen de Bachar Assad, así como de advertencias –principalmente, de Moscú y de Damasco– sobre los peligros de una internacionalización del conflicto interno sirio.
Posteriormente, una misión de Médicos Sin Fronteras informó que había tenido conocimiento de 355 fallecimientos y de unas 3 mil 600 personas que fueron tratadas por síntomas de intoxicación con alguna clase de arma química. Fuera de esos datos, y aunque no se puede descartar que la agresión contra civiles haya sido efectuada por el gobierno sirio, no hay, hasta ahora, pruebas en su contra, así como no hay indicios sólidos que permitan incriminar a los opositores.
Es decir, el mundo está siendo orillado a un nuevo conflicto bélico internacional en Medio Oriente en un clima de extrema desinformación.
Es imposible no recordar, en el momento presente, los alegatos fabricados por el gobierno de George W. Bush en 2002 y 2003 para invadir y arrasar Irak: que el régimen de Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva
y capacidad para atacar el territorio estadunidense, y que mantenía una alianza con Al Qaeda. Todo eso resultó ser mentira, pero los principales medios occidentales lo propalaron como verdades comprobadas.
A los precedentes de tales operaciones de desinformación ha de sumarse elementos de contexto como la oposición mayoritaria de la sociedad estadundiense a una intervención de fuerzas militares de su país en el conflicto sirio, así como las dudas que arroja la acusación occidental sobre la presunta autoría gubernamental del ataque químico en Ghuta: parece improbable, en efecto, que el régimen de Damasco, que la semana pasada había logrado una clara ventaja en el terreno bélico sobre sus adversarios, recurriera a un armamento que no necesitaba, a sabiendas de que tal acción lo colocaría, en forma automática, en la mira de los promotores de la intervención militar occidental.
La opinión pública internacional asiste, pues, sin información confiable, a lo que puede ser una nueva escalada bélica en Medio Oriente, y no parece que la opacidad y la confusión sean accidentales.