l gobierno británico, presidido por David Cameron, anunció ayer que no se sumará a un eventual ataque militar contra Siria, luego que el parlamento votó en contra de semejante participación; el presidente francés, François Hollande, dio marcha atrás a su tono belicista de hace unos días y declaró que es preciso hacer todo lo posible para buscar una solución política
en el conflicto interno que desgarra al país árabe; la canciller alemana, Angela Merkel, por su parte, optó por pedir al gobierno ruso que se sume a las presiones diplomáticas sobre el régimen de Damasco.
Incluso, el principal promotor de una intervención militar extranjera en Siria, el presidente estadunidense Barack Obama, ha encontrado resistencias internas a una agresión semejante: una buena parte de los legisladores de Estados Unidos, así como la mayoría de la opinión pública de ese país, se oponen a la incursión. Por lo demás, es claro que el ataque no podrá contar con el paraguas diplomático del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, toda vez que dos de los integrantes con derecho de veto en ese organismo, Rusia y China, han dejado en claro que no permitirán la aprobación de una resolución que apruebe la intervención extranjera.
Las resistencias referidas se originan en el hecho de que, hasta ahora, no existe una razón fundamentada para el involucramiento de potencias extranjeras en el conflicto interno sirio. Aunque todos los elementos de juicio disponibles indican que la semana pasada se realizó un ataque contra civiles con armas químicas en la periferia de Damasco –acción que constituye una flagrante violación a la legalidad internacional y al derecho humanitario–, nada prueba que el autor de esa atrocidad haya sido el gobierno que encabeza Bashar Assad; salvo por una dudosa conversación entre mandos sirios que habría sido interceptada por el espionaje israelí –y que debe ser tomada con todas las reservas del caso, dada su procedencia–, no hay forma de establecer cuál de los bandos en pugna lanzó el gas tóxico que habría matado a cientos de civiles en las afueras de Damasco, o si fue un tercero interesado en allegarle a Washington el pretexto para una intervención.
Es imposible olvidar, a este respecto, la constante histórica de la fabricación de coartadas por parte del gobierno estadunidense para justificar incursiones armadas en diversas latitudes. Desde el hundimiento del acorazado Maine en el puerto de La Habana (1898) hasta la invención de armas de destrucción masiva
en posesión del depuesto gobierno de Saddam Hussein (2003), Washington ha recurrido a provocaciones, operaciones de bandera falsa, montajes y llanas falsedades para desencadenar guerras a conveniencia de sus intereses geoestratégicos. Una vez fabricados los pretextos, los medios informativos se han encargado de legitimarlos ante la población. La circunstancia actual en torno a Siria obliga a recordar tales prácticas y a preguntarse si el mundo no asiste, una vez más, a la producción de justificaciones para una intervención armada, cuyos propósitos reales serían inconfesables.
Ante tales sospechas, cabe esperar que las resistencias internas logren disuadir a los gobiernos europeos de acompañar a Estados Unidos en otra aventura neocolonial y que el gobierno de Obama, al quedarse solo en la escena internacional, desista de tal propósito.