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Ver día anteriorSábado 31 de agosto de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La sociedad que se moviliza
A

principios de enero, una vez concluido el proceso de sucesión presidencial, la administración de Enrique Peña Nieto se perfilaba como un empeño capaz de reunir (una vez más) los hilos de la legitimidad para retomar una política que, tras el sexenio de Felipe Calderón, parecía haberse estancado a medias. En el centro de esa política se hallaban el prospecto de la gradual privatización del sector energético, la reforma educativa, cambios radicales en la esfera de las telecomunicaciones y el aumento de impuestos (a través del IVA) para fortalecer las finanzas del Estado. Todo el estilo, los discursos y el ensamblaje del nuevo grupo gobernante se antojaban, desde el principio, como una suerte de acto de repetición en el que el “Salinas style” resultaba inconfundible. Contundencia y rapidez en las reformas (como si la fecha límite fuera el primer año y medio de gestión); elevar la Presidencia por encima de los poderes de la Unión (en parte para rodearlos y en parte para prescindir de ellos) como en el Pacto por México; disciplinamiento vertical de las filas del PRI; detención fulminante de jefes sindicales (ya no se supo si Elba Esther seguía en el hospital o en prisión); ofrendas a Estados Unidos en calidad de la aprehensión de capos destacados del narco, y contención violenta de las acciones sociales que pudieran interponerse en este tour de force.

No es casual que una parte de la opinión pública haya percibido la patente de los viejos usos y costumbres de las formas de hacer política del salinismo. Un simulacro de restauración, pues es dudoso que el antiguo presidente reuniera o reúna las fuerzas sociales y políticas que se requieren para ello.

Ocho meses después, las dudas han seguido en aumento. Los síntomas de una restauración siguen en marcha y sus primeros saldos apuntan –a diferencia de lo que pasó entre 1989 y 1991) a una pérdida de legitimidad del proyecto de reformas estructurales.

Dos de esos síntomas no están libres de anacronismo. El cuerpo político que hoy conduce el Estado parece haberse reclutado en la sección de la tercera edad del antiguo parque jurásico. Funcionarios vetustos, cansados, insensibles, hasta la solemnidad les queda grande, que difícilmente parecen entender una sociedad que se encuentra a dos décadas de distancia (y muchas pérdidas sociales, humanas y morales) de los años 90 tempranos.

El otro síntoma puede resultar más dilemático. La exoneración de Raúl Salinas ha traído consigo un dejo de implosión de la soberanía de la Presidencia. De esa soberanía ilusoria y real, tal vez ya anacrónica, que no admite poderes paralelos, y que es finalmente el aceite del verticalismo institucional.

En breves palabras: la pregunta de ¿quién manda ahí? no resulta hoy fácil de responder. Voluntaria o no, la proximidad de la sombra de un poder paralelo a la Presidencia produciría el efecto de una instancia bifronte. Y es la desinstitucionalización de la Presidencia lo que más se percibe como el síntoma de un centro sin centro que empieza a ser desbordado por la sociedad.

No es que la política tecnocrática haya fallado, es que simplemente ya no tiene lugar, o un lugar desde el cual producir consenso.

En primer lugar, si los maestros se movilizan, lo hacen para fijar los límites de una visión de la educación cuyo único cometido es convertirla en un régimen de control y un espacio para alentar las promesas (casi siempre fallidas) de la educación privada. Hay una pregunta que ha quedado sin responder en todos estos meses: ¿por qué no emprender una política de desarrollo integral de los maestros en vez de continuar degradando su condición y su status? ¿No es acaso una política en la que el Estado se boicotea a sí mismo?

En segundo lugar, junto a las del magisterio, las movilizaciones en contra de la privatización del sector energético, reiteran lo que desde hace años es una percepción manifiesta. No hay nada que garantice que las privatizaciones en México sean funcionales. Su historia desde 1989 es de muchos fracasos y muy pocos éxitos. Y las que pudieron sortear los avatares impuestos por su endeble origen, terminaron produciendo grupos monopólicos (no necesariamente eficientes para la economía nacional, como Telmex) o en manos del sistema de fuerzas globales (como los bancos, que son en realidad entidades de usura más próximas al siglo XVIII que a la actualidad).

En tercer lugar, el más delicado de los dilemas para una Presidencia ya en temprano desgaste: la formación de autodefensas sociales en varios estados del Pacífico. Más allá de la usurpación del nombre por círculos criminales, se trata de la reorganización del poder en comunidades pequeñas y a veces no tan pequeñas. Comunidades, léase: el tendero de la esquina, el taxista, el bodeguero, el maestro de secundaria, los empresarios locales, et­cétera, que se aprestan a responder frente a ese micrototalitarismo insaturado por la conjunción de caciques, autoridades locales y círculos criminales. Sin el concurso de esta sociedad de abajo, ¿cómo hacer frente al crimen organizado?

En cuarto lugar, cientos de experiencias en defensa de derechos humanos, las organizaciones del movimiento por la paz, los que han luchado por los derechos de género, los territorios reformados por el neozapatismo.

Es un espacio evidentemente fragmentado y fragmentario. Pero la fragmentación es el distintivo de la acción social en las sociedades contemporáneas. Y no significa que no pueden identificar no a un punto de encuentro, pero sí a otro horizonte de expectativas.