l gobierno de la ciudad de México ha sido presionado al extremo para que sea el instrumento de la represión en contra de los maestros mexicanos que se manifiestan en las calles y plazas de la capital en defensa de sus derechos, del artículo tercero constitucional y de las garantías de los demás profesores que aún no se deciden a incorporarse al histórico movimiento.
La andanada publicitaria y la presión política no ha doblegado a Miguel Ángel Mancera, que con prudencia y valor civil, ha mantenido su posición de buscar caminos de conciliación. Se funda en pilares sólidos: la capital es de todos los mexicanos incluidos los profesores, que tienen derecho a expresar sus opiniones y a defenderse de reglamentaciones arbitrarias, con base en lo que establece el artículo noveno constitucional, que garantiza los derechos de reunión y manifestación.
La respuesta a los argumentos y razones de los mentores ha sido burda y mentirosa; una campaña apabullante en su contra, dándole a las molestias de tránsito un rango superior a los derechos esenciales que se defienden, presentando a los manifestantes como vándalos agresivos, enemigos de la ciudadanía, cuando en realidad lo que hacen es defender derechos ciudadanos aun de quienes los denostan.
En días pasados, escuche en una plática entre amigos, una opinión repetida en forma casi idéntica: El Zócalo es un cochinero, tendederos de ropa, mal olor, tiendas y cuerdas por todos lados, personas cocinando, sentadas o recargadas en el suelo, ¡que horror!
Ante mi replica de que esa opinión era el efecto de una campaña tendenciosa y perversa de los más poderosos medios de comunicación, como respuesta a mis argumentos de que los maestros luchan por sus derechos y los de otros, aun de los que no luchan, mis contrapartes en la discusión me echaron en cara que con sus propios ojos
habían visto los destrozos de los maestros, que sólo en la Cámara de Diputados ascendían a 4 millones de pesos.
Se referían a unas imágenes que la televisión nos endilgó en un día ochenta veces: eran unas macetas rotas en algún pasillo del laberíntico Palacio Legislativo, que es de todos, el día en que finalmente los maestros pudieron entrar para hablar con quienes se supone, los y nos representan. Para que los legisladores se vieran obligados a oír a los maestros y establecer mesas de discusión, los profesores tuvieron que dar algunos empujones y saltar algunos obstáculos, nada del otro mundo, y en esas maniobras se rompieron las macetas, reinas por un día
en el amarillismo de la televisión.
Lo que pedían, lo que exigían, era: Desalójenlos, córranlos, reprímalos
... Esos maestros abandonaron a sus alumnos para venir, de flojos a nuestra ciudad, a nuestro Zócalo, a ponerlo del asco
, ¿qué no hay autoridad?
, clamaban.
Al oír las quejas, ajenas a una jerarquía racional de valores, recordé la Guerra de los Pasteles, que en 1838 tuvo lugar entre México y Francia, por varias reclamaciones económicas, entre ellas el real o inventado robo de unos pasteles de un repostero de Tacubaya a manos de la soldadesca, en una de tantas asonadas militares. Los reclamantes franceses y su ambicioso gobierno, tazaron los daños de la repostería destruida o arrebatada en varios miles de pesos y para cobrarlos enviaron sus buques y sus soldados a Veracruz.
La historia se repite, por unos macetones, unos tepalcates, a gritos destemplados se pide el aplastamiento de los maestros destructores de esos valiosos
bienes. Los ciudadanos molestos se escandalizan ante un incidente amplificado por la televisión, sin ver en donde está el saqueo, la verdadera destrucción del patrimonio nacional. Afortunadamente, el gobierno de la ciudad, el doctor Mancera, el procurador Rodolfo Ríos Garza, y el secretario de Seguridad Pública, Jesús Rodríguez Almeida, han conservado la ecuanimidad y no han caído en la tentación represora a la que se les pretendía comprometer y hasta hoy se ha evitado la guerra de las macetas