l presidente estadunidense, Barack Obama, declaró ayer que ya ha tomado la decisión de lanzar un ataque militar contra Siria y afirmó que las fuerzas armadas que encabeza están listas para atacar cuando lo decidamos
. El mandatario agregó que, si bien cree tener la autoridad suficiente para ordenar una incursión semejante sin autorización del Legislativo, pedirá el aval del Congreso para que las acciones resulten más efectivas
.
Tales palabras no sólo constituyen un atropello a la legalidad internacional sino que representan una grave desviación de la sustancial lógica democrática esencial de separación de poderes: el que el titular del Ejecutivo dé por hecho que el Legislativo lo respaldará y que asuma la petición de autorización como un mero formulismo, algo así como un gesto de cortesía. Se trata, por ende, de un error político garrafal en el desempeño de Obama como mandatario, además de una grosera contravención del principio de representatividad, habida cuenta que, según encuestas y sondeos, la mayor parte de la sociedad estadunidense se opone a una nueva incursión bélica de su país en Medio Oriente.
Más allá de las formas, la actitud es, en sus contenidos, insostenible por varias razones. La primera es que, si bien existen elementos de juicio disponibles que indican que la semana pasada tuvo lugar una acción con gases tóxicos en las afueras de Damasco, no existen pruebas de que tal hecho, sin duda condenable y criminal, haya sido de la autoría del gobierno de Bashar Assad. Hasta ahora, éste y los rebeldes que lo combaten con apoyo occidental –de Washington y sus aliados, en primer lugar– se acusan mutuamente de estar detrás de tal acción, y no hay a la vista, hasta ahora, ninguna prueba que permita dar la razón a uno o a los otros.
Por otra parte, antecedentes históricos demuestran que las incursiones militares occidentales en países de Medio Oriente y Asia central –con o sin la etiqueta de humanitarias
– no sólo no resuelven los conflictos internos o externos habidos sino que los agravan, multiplican los sufrimientos de las poblaciones y complican un tablero geopolítico de por sí turbio.
El caso más claro de este patrón es Irak, una nación que sigue sumida en un baño de sangre desde hace una década, a raíz de la invasión lanzada por el antecesor de Obama en la Casa Blanca, George W. Bush, con el pretexto de que el régimen por entonces imperante poseía unas armas de destrucción masiva
que, a la postre, resultaron ser una mentira fabricada por Washington para justificar la agresión bélica. Es inevitable recordar ese antecedente cuando ahora la Casa Blanca señala, sin pruebas, al gobierno de Damasco como el autor del bombardeo de civiles con armas químicas.
No debe pasar inadvertida, por último, la escandalosa paradoja de que el político afroestadunidense, al que se entregó el premio Nobel de la Paz, esté ahora forzando la marcha para intervenir militarmente en un escenario nacional ajeno al suyo que lo último que necesita es más violencia y destrucción y ante el cual las potencias tendrían que intensificar los esfuerzos por conducir el conflicto interno por los cauces del diálogo y la negociación.