l clamor por las reformas no cesa y los discursos alusivos al cambio redentor van y vienen, como ocurrió el jueves pasado en el foro Banorte estrategia México 2013. Ahí, el secretario de Hacienda reconoció el bajo e insatisfactorio crecimiento de la economía en lo que va del siglo y no dejó pasar la oportunidad de reiterar su fe en las reformas que tanto necesitamos, así como en su diagnóstico sobre la informalidad y la improductividad que nos caracterizan. Por su parte, el secretario de Economía hizo sentido homenaje a la apertura para la globalización, llevada a cabo a fin de siglo; negó que como estrategia haya sido un fracaso, y sostuvo que nunca le hemos dado oportunidad a este modelo de ejecutarlo como debemos ejecutarlo
(Roberto González Amador, La Jornada, 29/08/13, p., 30).
De poco sirvió la cautela del anfitrión, Guillermo Ortiz, cuando recordó cómo desde sus años en Hacienda y el Banco de México siempre teníamos la ilusión de que logrando la estabilidad macroeconómica íbamos a poder empezar una etapa de crecimiento (...) logramos la estabilidad y simplemente el despegue económico no se produjo
(Ibid., p., 29). Y así seguimos, con el convencimiento de los que mandan que ahora sí las reformas se harán y todos, por fin, la haremos. De la inversión aletargada y el salario bajo tierra, nadie se acordó, como tampoco se habló de la política industrial tan cacareada o de los planes a mediano y largo plazos para la infraestructura.
Para estos informantes, las únicas reformas son sus reformas, sin dejar espacio a la mínima reflexión crítica a que obliga el registro del todo insatisfactorio en lo económico y lo social que ahora reconocen. El ímpetu reformista del nuevo gobierno que despertó el interés de tantos, parece ahora en peligro de difuminarse en la selva del pasmo económico, la protesta sin cauce o la pretensión fútil de acallarla mediante el reparto de prebendas o la apuesta por su desgaste.
Peor aún: como suele ocurrir en momentos como éste, las atufadas voces del orden se unifican en un coro de exigencias autoritarias, en fariseos reclamos al Estado para que haga uso de la fuerza y ponga a cada quien en su lugar. Que, para decirlo pronto, haga a un lado la política, apele a mayorías ilusorias y olvide que en democracia la política tiene, entre otros, un mandato de inclusión y que, en situaciones de crisis como la actual, es también imperativo de consenso y búsqueda comprometida de la máxima cohesión posible. En este sentido, lo ocurrido con la reforma educativa, una vez que se adentró en los territorios del diablo, en los detalles de las leyes secundarias, no es anecdótico, sino sintomático.
Más allá de la furia sin cauce ni razón de que dieron muestra algunos de los contingentes magisteriales que se oponen a la reforma, lo que reclama atención y estudio, así como reflexión política seria y en serio, es la manifiesta crisis de representación que viven el Estado y la sociedad, la cual los furiosos han querido superar con la movilización permanente. Otros, igualmente al borde de un estado de nervios, quieren acallar el conflicto por la vía rápida del descontón y la erección de un gobierno de unidad
basado en la exclusión, no de una sino de muchas de las partes que conforman el mosaico nacional. Falla mayor de la democracia mexicana, como lo llama José Woldenberg, que refleja su carácter germinal. Déficit que la vuelve contemporánea de casi todas las democracias del presente, sometidas al embate de los poderes de hecho atrincherados en las ciudadelas del dinero y la finanza y abocados al fomento de las tendencias más regresivas y agresivas en el orden cultural y de los derechos humanos. Paradójicamente, al calor de la crisis global, el capitalismo parece dispuesto a despojarse de la impertinente compañía que llevó a muchos a pensar que el fin de la historia estaba a la vuelta de la esquina. La escisión de la célebre pareja capitalismo-democracia anuncia el arribo de nuevos y ominosos dilemas.
Toda crisis epocal, como la que hoy sufrimos, genera encrucijadas. Hoy, como en los años 30 del siglo pasado, no sólo vivimos un momento de grandes cambios, sino todo un cambio de época cuyos perfiles apenas se asoman, agudizando la angustia que propician la incertidumbre y la inseguridad que son propias de las zonas grises que anteceden los amaneceres. De lo que se trata es de llegar a ese amanecer y no quedarnos bajo el tiempo nublado de una crisis sin fecha de término.
Las condenas pueden seguir y volverse exigencias absurdas por la mano dura y el ejercicio ilegítimo del monopolio legítimo de la fuerza de que dispone todo Estado, pero no irán muy lejos en entender lo que importa y trasciende este momento duro de la coyuntura mexicana. Lo que México vive con agudeza, hasta llegar a momentos de violencia y anomia indescriptibles, es una transformación inconclusa del Estado que es incapaz de responder con oportunidad y eficacia a la dialéctica endiablada de una sociedad transformada profunda y desordenadamente.
El desbarajuste es prueba eficiente del fracaso de la hipótesis mayor del cambio económico y político de fin de siglo, que se quiso llevar a buen puerto apostando casi exclusivamente a la competencia y las leyes del mercado, así en la economía como en la política. Mucho resultó de esta apuesta, pero no bastó para evitar que la nave mayor, la del Estado, encallara en los contrastes inevitables entre los cambios hechos en el régimen político y la economía y sus promesas y las necesidades más visibles de la sociedad, de sus mayorías, pero también de muchos de sus grupos de elite y privilegio.
De aquí la urgencia de pasar, desde la política y hacia la sociedad y vuelta, de la reformitis que es frenesí sin secuencia ni hoja de ruta, a un reformismo cuyo horizonte sea en verdad transformador de estructuras y relaciones sociales, con propósitos de justicia y redistribución social. Propósitos claramente relegados o de plano ausentes de la semántica reformista de los últimos 30 años.
Si tenemos o no tiempo para hacerlo dentro de las coordenadas que nos legaron las reformas políticas y el cambio globalizador del pasado, lo veremos pronto. Lo que ya no es postergable es admitir, aquí y ahora, que esta mudanza en objetivos y medios es crucial para la supervivencia del Estado nacional y condición insoslayable para su transformación creíble en un Estado social y democrático digno de tal nombre.
Las reformas pueden ir, pero la política tiene que salir de su pasmo y dar lugar a un efectivo acuerdo en lo fundamental que tenga como faro y criterio rector la construcción de un sendero hacia la igualdad social, donde puedan concretarse la promesas no cumplidas de la mudanza económica y de la democracia misma. Poco se avanzará si se insiste en ahondar la división política y en negar la aguda fractura social impuesta por una desigualdad que linda con un régimen inaceptable de violación sistemática de los derechos fundamentales. Asumir esta peliaguda circunstancia es también parte esencial de la política, sobre todo cuando quiere reformar el orden establecido.
En su hora cero, el reformismo tendría que decir: reformas sí, pero para avanzar y dejar la noria en que desembocó la euforia del globalismo.