n 2011 Siria era un país de unos 21 millones de habitantes. Treinta meses de conflicto han resultado en más de 100 mil muertos, 28 mil desaparecidos, 4 millones de personas desplazadas internamente y casi 2 millones de refugiados en otros países. Lo que empezó como un tímido reto al régimen de Bashar Assad se ha convertido en una violenta y confusa guerra civil.
Hasta ahora Estados Unidos y sus aliados se han abstenido de una intervención militar directa. Afganistán e Irak los ha desgastado mucho. Según ellos, las secuelas de la llamada primavera árabe son, con una excepción, asuntos internos de los países afectados: Túnez y Egipto. La excepción fue cuando en 2011 el Consejo de Seguridad de la ONU autorizó la intervención militar de la OTAN en Libia por razones humanitarias.
En las últimas semanas el argumento humanitario ha surgido una vez más en el caso de Siria. Se trata del uso de agentes químicos, en particular el gas sarín, el pasado 21 de agosto. Hay indicios en cuando menos una docena de casos del uso de agentes químicos, pero ninguno tan contundente como este último. Y aquí se pone a prueba lo declarado por el presidente Barack Obama en agosto de 2012 en el sentido de que el uso de armas químicas por Assad en contra de su población constituiría una línea roja que, de cruzarla, tendría una respuesta militar de Washington.
Damasco supuestamente cruzó esa línea el 21 de agosto. Por una casualidad, un equipo de inspectores de las Naciones Unidas se encontraba en Siria investigando otros casos de posible uso de armas químicas. El secretario general de la ONU instruyó a los inspectores a desplazarse al barrio de Damasco en que ocurrió el ataque para recabar pruebas. Esos inspectores concluyeron su tarea, pero quizás tarden un par de semanas en dar a conocer las conclusiones de su análisis.
Las imágenes difundidas por televisión de las víctimas de esos ataques horrorizaron a la opinión pública mundial y Washington, Londres y París anunciaron que lanzarían un ataque militar. El primer ministro David Cameron convocó una sesión urgente del parlamento británico para que respaldara su decisión. Pero el parlamento votó en contra de su propuesta.
El presidente Obama recapacitó y el sábado pasado optó por recurrir al Congreso para obtener su autorización. El presidente François Hollande hizo lo mismo, aunque legalmente pudo haber recurrido a la fuerza militar sin autorización previa de la asamblea nacional. Se ha abierto por lo tanto un compás de espera.
En lo ocurrido en las tres capitales occidentales en las últimas semanas se conjugan tres factores que merecen ser analizados en mucho más detalle de lo que permite este espacio. El primero es un cierto grado de culpabilidad y frustración en Washington, París y Londres por su prolongada inacción ante la tragedia en Siria. Ahora se cree que con ataques precisos y contundentes a las instalaciones militares de Assad se puede remontar la situación. Grave error.
El segundo elemento es la sombra de Saddam Hussein. Hace 10 años un gobierno republicano en Washington, apoyado descaradamente por un primer ministro laborista, trató de convencer al mundo de que era necesario invadir a Irak porque tenía armas de destrucción en masa. En esa ocasión, un gobierno de derecha en Francia se negó a que el Consejo de Seguridad de la ONU autorizara ese uso de la fuerza militar. Washington y Londres optaron por una invasión, violando así el derecho internacional. Otro grave error.
Ahora un gobierno conservador en Londres pierde una votación, mientras un presidente de izquierda en Francia apoya el uso de la fuerza militar y un presidente estadunidense le pide permiso a su Congreso. No hay que olvidar que Obama se opuso a la invasión de Irak hace una década. En efecto, somos testigos del mundo al revés.
El tercero de los elementos quizás no sea tan obvio. Se trata del tortuoso historial de Estados Unidos en materia de armas químicas. Tras la Primera Guerra Mundial, las potencias europeas se apresuraron a prohibir el uso en la guerra de agentes químicos y biológicos. La opinión pública en esos países se había horrorizado ante el uso de gases y otros agentes químicos durante la contienda mundial. De ahí el Protocolo de Ginebra de 1925. Estados Unidos lo firmó ese año, pero tardó medio siglo en ratificarlo. Lo hizo en 1975, cuando ya había terminado la guerra de Vietnam. Pero conservó su arsenal de armas químicas.
Entre 1983 y 1988 Saddam Hussein utilizó armas químicas en contra de los kurdos de su país y de civiles y militares en su guerra con Irán. Causó decenas de miles de víctimas y Washington no dijo nada aunque ahora se sabe que tenía pruebas de ese uso.
En 1991, tras su victoria en lo que fue la primera guerra del golfo Pérsico, Estados Unidos desmanteló buena parte del arsenal químico de Irak y llegó a una conclusión insólita. A la luz de la efectividad de sus armas convencionales en dicha guerra, decidió que ya no necesitaba un arsenal de armas químicas y presionó para la pronta conclusión de lo que en 1993 se convirtió en la convención para la prohibición total (uso y posesión) de las armas químicas.
El pasado viernes el secretario de Estado John Kerry presentó lo que calificó de pruebas incontrovertibles del uso de agentes químicos por las fuerzas de Assad en contra de su propia población. Los rusos pidieron que Washington comparta esas pruebas
con el consejo de seguridad. No se sabe lo que hará el Congreso estadunidense y Hollande tampoco está seguro de lo que decida la asamblea nacional. Todo sigue en veremos.
Para muchos observadores se trata de una película que ya vimos en 2003 en el caso de Irak. Algunos dudan de la autoridad moral de Washington en materia de armas químicas. No pocos temen que una escalada en el conflicto sirio acarree consecuencias imprevisibles.