esde sus primeras incursiones en el universo de los estudios mesoamericanos, en la década de los 60 del siglo pasado, Alfredo López Austin destacó por su agudeza intelectual y su calidad humana, veneros que le son consustanciales, tanto como su paradigmático binomio con la hermosa-generosa-imprescindible Mar-tha Luján. Sus publicaciones tempranas demuestran que la construcción de conocimiento alcanzada por los prehispanistas dispusieron el inicio de una vanguardista etapa, en la que una actualizada reflexión teórico-metodológica permitiría una inmersión a profundidad nunca antes alcanzada en aquello que el materialismo histórico clasificó como superestructura. Su sistémica obsesión por asuntos de cosmovisión –que tuvieron como libros seminales Hombre dios (1973) y Cuerpo humano e ideología (1980)– lo prestigiaron dentro del territorio académico, nacional y global. Otros libros nodales en su biografía intelectual fueron Los mitos del tlacuache (1990) y Tamoanchan y Tlalocan (1994), donde nos enseñó a buscar no el origen de los mitos –ni siquiera el por qué–, sino el para qué.
La recepción y fortuna crítica de cada uno de sus libros ha sido fundamental en la cimentación de su trayectoria profesional. También contribuyó a su prestigio que no desdeñara la facturación de materiales de alta calidad destinados a públicos más amplios. Recuerdo aquí su pequeño, pero inspirador Tarascos y mexicas (1981), El conejo en la cara de la luna (1994) y en productiva colaboración con Francisco Toledo, Una vieja historia de la mierda (1988). Éstas y sucesivas publicaciones documentan una incansable voluntad de saber que necesariamente lo convirtieron en una figura pública global, con alto poder intelectual, en la medida en que sus argumentadas y publicitadas ideas generaron cambios en la percepción de lo mesoamericano y coadyuvaron para elevar el nivel colectivo de las discusiones académicas.
Una de las formas en que visiblemente se concreta su poder es en cuanto a su influencia en el desarrollo, profesionalización y actualización de las investigaciones sobre los complejos mundos indígenas, antiguos y contemporáneos. No sólo es una cuestión de prestigio personal. Sus publicaciones, tanto como sus intervenciones en el ámbito intelectual, mexicano e internacional –cursos, conferencias y un largo etcétera– lo posicionaron como líder intelectual dentro y fuera de su campo de acción y de la esfera específica de sus intereses. Esto es, su buena reputación, las altas calificaciones con las que se ha distinguido, contribuyeron a la fabricación de su liderazgo y, más aún, a su conversión en figura de autoridad.
Una larga fase de su docencia se caracterizó por enfocar la formación de jóvenes estudiantes como prioridad. Si bien en la actualidad coordina un nodal seminario en el que abrevan investigadores de corta, mediana y larga trayectoria, sus clases en la licenciatura en Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) eran multitudinarias por prodigiosas. Representaba el primer acercamiento a universos de conocimiento paralelos, apenas vislumbrados por algunos –los siempre atentos oyentes
– y desconocidos para la mayoría de imantados alumnos. Sus clases eran esperadas con expectación y sus conceptos-narrativas-reflexiones equivalían a revelaciones de un iluminado. Allí desplegaba en todo su potencial uno de los atributos que lo distinguen, la seducción. López Austin seduce al escribir, pero sobre todo al hablar. Esta es su marca registrada. Una clase sublime de un profesor comprometido y apasionado puede cambiar vocaciones y destinos profesionales. Esto le ocurrió a numerosos colegas que hoy son connotados mesoamericanistas porque cayeron bajo el influjo de un hechicero y seductor: Alfredo López Austin, que larga vida tenga.