nrique Peña Nieto llegó al poder obsesionado por la idea de una presidencia fuerte. Todos los males de México, según él, surgían del hecho de que el gobierno de la República se había venido debilitando al extremo de que cada vez era más incapaz de enfrentar la adecuada conducción de la sociedad. Una presidencia fuerte era el remedio a los males de México. Cómo lograrla era su propuesta. Había que reconquistar el Poder Legislativo, volviéndolo de nuevo el antiguo colaborador del Ejecutivo que siempre había sido y había que operar todos los cambios que eran necesarios para encauzar con tino la vida económica y social del país. Ese fue su programa.
¿Cómo hacer que el Ejecutivo y el Legislativo volvieran a marchar de consuno en la misma dirección? Con un Congreso dividido que no podía garantizar mayorías decisivas y decisorias por la pluralidad a la que había llevado la reforma política, sólo quedaba encontrar el medio de unificar a las diferentes fuerzas políticas en objetivos comunes o en alianzas sólidas que permitieran al gobierno, precisamente, gobernar. El hallazgo se dio con el Pacto por México. Nadie tuvo noticia del modo como se cocinó hasta que el presidente y los dirigentes de los tres partidos lo anunciaron y lo signaron.
Sobre el pacto se han dicho y se han difundido las más disímbolas apreciaciones. Muchos piensan que es una vil farsa que fue inventada sólo para domesticar a las dirigencias de los partidos de oposición a las que se llegó al precio. Otros nos dicen que es un método eficaz de crear las mayorías parlamentarias que le hacían falta al gobierno para dar cuerpo a sus decisiones. Y no faltan, por supuesto, los que afirman que el pacto es un mero membrete sin consistencia real que se hace y se deshace a voluntad de los cambiantes intereses de las fuerzas políticas involucradas.
En realidad, el pacto parece funcionar a veces como un mecanismo de relojería y a veces, simplemente, es ignorado por sus integrantes. El hecho indudable es que siempre es esgrimido como un factor de unidad de las principales fuerzas políticas y a todas ellas les sirve para justificar y legitimar sus acciones particulares. En esta vía, a veces, se llega al exceso de considerar que el pacto ha venido para imponerse sobre el Poder Legislativo y anular sus funciones. Que el pacto, de cualquier forma, le ha servido a Peña Nieto para sus objetivos es algo que ya nadie podría negar.
El nuevo acercamiento entre el Ejecutivo y el Legislativo, propiciado y garantizado por el pacto, debía llevar al segundo objetivo que consistía en volver a la senda de un desarrollo económico y social sostenido. Desde mucho antes que hiciera acto de presencia Peña Nieto, ya se había asentado entre nosotros la idea simplista y nunca adecuadamente explicada de que para ello dependíamos en todo de llevar a cabo las reformas estructurales (así se las llamó siempre) que el país requería. En todos los foros y en todos los tonos se nos atosigó con la idea de que no avanzaríamos y retrocederíamos si esas reformas no se efectuaban.
Nadie niega ni, que yo sepa, ha negado que para salir del estancamiento en que nuestro país se encuentra son necesarias reformas de fondo que reordenen en todos los sentidos los factores que impulsan nuestro desarrollo económico y social. Es más, cada vez que se advierte algún defecto en nuestras estructuras, lo natural y lógico es que se plantee una reforma. El estancamiento, la parálisis y el atraso en la economía y la sociedad hacen necesaria una mentalidad y una política reformista. El problema es que cada quien piensa en las reformas que se le antojan y no admite que sea buena cosa el ponerse de acuerdo en ellas.
Ello ha llevado al extremo, porque eso es lo que es, de ir planteando reformas parciales, una para cada asunto, cuando es evidente que se necesitaría lo que podría llamarse un plan general de reformas o, por mejor decirlo, una reforma general que abarcara todos los aspectos de la vida social, económica, política y cultural de México. Peña Nieto nunca ha planteado una reforma general de la sociedad mexicana. En realidad, nadie la ha planteado, si se exceptúa esa reforma moral de la vida social en la que ha venido insistiendo Andrés Manuel López Obrador. Peña Nieto ha planteado reformas particulares.
Sus reformas han sido hasta ahora la laboral, la educativa, la energética y la hacendaria. Nadie podría pensar que con esas reformas se puedan proporcionar al gobierno los instrumentos para una efectiva dirección de la sociedad. Hasta ahora, las propuestas del presidente priísta a nadie han satisfecho. De la laboral puede decirse que es como si nunca se hubiera hecho. Se prometieron nuevos cientos de miles de empleos y éstos no se han dado. Sólo ha aumentado la sumisión de las clases trabajadoras al dominio de sus explotadores. Como detonante de la economía, así se le anunciaba, es un fraude.
La mal llamada reforma educativa, ya se ha denunciado hasta la saciedad, no es de ninguna manera educativa, sino laboral. A los maestros se les va a someter a una evaluación en la que sus pares no tomarán parte, sino sólo las llamadas autoridades
educativas, principalmente las de la Secretaría de Educación Pública (SEP), que permitirán ir mandando al desempleo a los profesores que sean un elemento disruptivo en un sistema totalmente dominado por la burocracia estatal. El futuro del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), está claro, no es nada seguro. El de los maestros, a los que ahora no se les respetarán sus derechos laborales, resulta todavía más incierto.
La reforma energética fue extremadamente parcial y limitada. Teniendo como gran objetivo el abrir nuestros recursos naturales a la iniciativa privada, principalmente extranjera, se limitó a eliminar del artículo 27 la prohibición de los contratos de riesgo y del 28 los sectores estratégicos reservados exclusivamente a la Nación para permitir a los privados competir con nuestras empresas nacionales en el sector. Todo quedará (y las transnacionales están a la expectativa) a merced de la legislación secundaria que los priístas podrán aprobar por sí solos.
La reforma hacendaria es otra tentativa timorata, parcial y ambigua de cambiar lo que hasta ahora nos rige. Es verdad que hay mucho de positivo en la misma; pero prevalece la indefinición que da lugar a todos los abusos. Se pensaba que sería una reforma pro empresarial y nada más. No ha sido así. Es una reforma recaudacionista: deja casi intocados los grandes intereses privados, ofreciendo salidas que los mantienen como grandes evasores, hinca el diente en los sectores altos de clase media, aventura un tímido régimen fiscal de Pemex que puede permitir a la empresa nacional disponer de recursos para la inversión y no dice ni media palabra de los necesarísimos controles de la corrupción y la impunidad.
Peña Nieto camina sobre mitos endebles e inciertos, sólo sobre promesas que nadie puede saber si cumplirá. Por lo pronto cada vez son menos los que creen en él.